‘Cuando viajar era un arte’, de Attilio Brilli

Cuando viajar era un arte

Attilio Brilli

Traducción de José Ramón Monreal

Elba

Barcelona, 2021

252 páginas

 

Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca

La añoranza, como apunta hacia el final de este ensayo Attilio Brilli (Sansepolero, 1936) se refiere a algo que ya no existe, pero quisiéramos que existiera todavía. Ese sentimiento es fácil de comprender cuando se refiere al pasado propio, a la autonomía emocional. Algo más complicado, pero también universal, es integrarlo partiendo del pasado social, de una memoria colectiva, heredada, aprendida, estudiada. Sentir añoranza por una época que no hemos conocido nos descubre nuestros huecos y alimenta los mitos que creamos para sostenernos. Sin esos mitos, tan personales, caeríamos en la depresión, en el abatimiento o, por efecto rebote, en la violencia. En este caso, Brilli se centra en la época en que viajar al sur, sobre todo para los británicos, significaba un redescubrimiento: del arte, de la capacidad de enamorarse, de los orígenes de la cultura occidental y del sol. Esos años, que tuvieron lugar entre los siglos XVII y XIX, fueron los que propiciaron el tipo de viaje conocido como Grand Tour. Esa época es una leyenda suave en la que nos gustaría refugiarnos pues el tiempo transcurría de una manera mucho más humana. En buena medida, esta indagación es un estudio sobre un arte neoclásico, en el viaje y en la literatura de viajes.

Este Cuando viajar era un arte es un texto que nos habla del momento en que los libros de viajes se enfrentan a su personal Bildugsroman, a su inflexión en el crecimiento. Se parte de “una óptica romántica y una narración novelesca, una psicologización del paisaje y una trama de aventuras y encuentros”, para terminar en una variedad de libros que presentan diferentes enfoques del viaje, que terminarán en la enciclopedia del manual turístico o la “proyección psicológica de los estados de ánimo y de reflexiones provocadas por la seducción pintoresca de los lugares en una forma emocionalmente reactiva”. Brilli se vale de recursos filológicos -tanto literarios como ideando una filología del viaje-, pero también morfológicos y estéticos, y, en cierta medida, arqueológicos. Parte de los libros y comulga con los viajeros. Parte de los testimonios y manifiesta, aunque de forma muy intelectual, su amor por lo vivido por otros y la expresión de ese amor. Leer viajes ha pasado a equivaler a ver recuerdos.

El libro abunda en lecturas, muchas de las cuales se nos escapan. La erudición de Brili, en este campo, es casi absoluta, lo cual da al libro una consistencia de tesis doctoral, pero con bastante enjundia literaria. Establece un canon del arte de viajar, sobre viajes y arte que pertenecen a una clase social acomodada y con un desarrollo intelectual privilegiado, lo cual, por otra parte, no es sino condición de la época, un registro que ya conocíamos y no impide disfrutar de esta lectura, de esta impresión de viajes políticos, en el mejor sentido del término: viajes a la polis y a las consecuencias de la sociedad organizada que habita y ha habitado la polis. Un libro para conciliarnos con una parte de la memoria colectiva, con lo que hubiéramos deseado vivir, para refugiarnos en nuestros sueños.

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