Entrevista a Agustín Fernández Mallo

Podría decirse que los adultos hemos ido hacia conductas propias de adolescentes

 

Por Iñigo Linaje

 

Se suele decir que Petrarca inauguró el Renacimiento no con la escritura de una obra literaria, sino ascendiendo a la cumbre del Mont Ventoux un día de primavera de 1336. El paisaje que se abría a sus ojos desde allí -esa visión epifánica- anunciaba por primera vez “que el placer estético era posible más allá de la experiencia religiosa”. Siete siglos más tarde, Alejandra Pizarnik escribía unos versos que auscultaban la realidad desde otra perspectiva: Una mirada desde la alcantarilla/ puede ser una visión del mundo. Todo un abismo temporal separa ambos actos, ambas visiones. Suponemos que la historia del mundo, tal como la entendemos hoy, ha cambiado de manera considerable desde entonces, aunque, si lo pensamos detenidamente, quizás no tanto.

Agustín Fernández Mallo (A Coruña, 1967), autor de novelas como Trilogía de la guerra, de media docena de poemarios (entre los que destacan Carne de pixel y Yo siempre regreso a los pezones y al punto 7 del Tractattus) y del ensayo Teoría general de la basura, acaba de publicar ahora, en la editorial independiente WunderKammer, La mirada imposible, un libro que podría funcionar como apéndice del anterior y donde -con una prosa analítica de aliento lírico- reflexiona sobre la identidad.

Dividido en dos apartados, este breve ensayo -que, como es habitual en el autor, mezcla la cultura pop con la filosofía y el cine- plantea la cuestión de que nuestra personalidad está moldeada por cantidad de informaciones que no controlamos y a las que nunca tendremos acceso. “La identidad -afirma Fernández Mallo- es una red compleja producto de lo que los demás dicen que somos. La identidad entendida como autoconstrucción es una proyección delirante, una alucinación del ego”.

 

 

-¿Concibe “La mirada imposible” como un apéndice de su ensayo anterior?¿Qué factores, además de la crisis actual, determinaron su escritura?

No lo concibo como un apéndice, sino como una reflexión de dos temas en concreto: qué es un escenario y qué significa hoy mirar y ser mirado. Aunque, lógicamente, podrían ligarse fácilmente.

 

-En “Teoría general de la basura” afirmaba que pocos ámbitos de la sociedad están más sujetos al control del capital que la red, y que esa apariencia de “fantasmal libertad” llega a su paroxismo en soportes como Facebook. ¿Dónde acaba la libertad del sujeto cuya única realidad (o irrealidad) es la red?

Lo que planteo en La mirada imposible es que la autoconstrucción de la identidad personal, si lo pensamos bien, siempre ha sido algo un poco fantasmal, ya que es un objeto que, si bien parte de la negociación del sujeto con el mundo, fundamentalmente ha sido determinada por el mundo, por la opinión que, colectivamente, los demás hacen de nosotros, y no por lo que cada cual dice que es o no es. De ahí que la autoconstrucción de la identidad siempre tenga algo de alucinación del ego. Pero hoy, además, todo eso da un salto, mejor dicho, dos saltos. El primero es que más que nunca nosotros no construimos nuestra identidad, sino que lo hace el mundo a través de los miles de datos y metadatos que circulan cada cual, tanto por las redes como en el mundo físico. Sumados todos ellos, son nuestra identidad, y eso es algo que no podemos controlar; todo eso está ahí, pero tenemos acceso a ello de un modo operativo y completo. Y el segundo salto es que a eso hay que añadirle que no hay un solo agente exterior que nos construya, son miles de agentes, cada cual aporta un detalle de nosotros, de modo que no hay nadie a quien apelar o pedir cuentas. Lo que en el pasado era el ojo de Dios, y luego fueron los Estados, se diluye en un marasmo de agentes que imposibilitan identificar a un ente en concreto como hacedor de nuestras identidades, de modo que estamos solos. Y eso rige tanto la identidad personal como las identidades colectivas. Los miembros de una comunidad o Estado no construyen ellos su identidad, está hecha por el mundo de fuera.

 

-Es evidente que nuestra sociedad camina hacia un aborregamiento total. La dependencia de un aparato como el teléfono se ha convertido en la droga más eficaz para mantener distraídas a las personas.

No estoy tan de acuerdo con eso. No creo que nuestra sociedad esté más o menos abotargada que la de hace trescientos años. A cada época le corresponden sus particulares abotargamientos y sus particulares aciertos y esplendores. Con lo que he dicho antes no estoy haciendo una crítica negativa al estado de cosas, sencillamente planteo lo que me parece que es la dinámica, sin juzgarla. En algunas ocasiones nos beneficia y en otras nos perjudica.

 

-Resulta lamentable que las conductas infantiles en el uso de las redes de los adultos sirvan de ejemplo al público más joven, que cada vez a edad más temprana demanda las nuevas tecnologías. ¿Qué consecuencias puede tener esta obsesión (casi patológica) en generaciones futuras?

No puedo estar tampoco totalmente de acuerdo con esa afirmación, es demasiado rotunda para que sea cierta. Es decir, no soy un apocalíptico en lo que se refiere a las redes sociales, cumplen una función de integración y conocimiento que es fundamental. Pero sí que es cierto que, en términos generales, la dependencia de la novedad, su demanda y su aceleración sí que puede pensarse como algo típico de la psique adolescente en el sentido de que el adolescente, por definición, es un ser que de repente siente que su cuerpo cambia, su cuerpo es otro y distinto al que era, y que por lo tanto de pronto ha perdido algo, le falta algo que ya nunca va a recuperar. Una de las formas clásicas de suplir esa falta es con los típicos comportamientos histriónicos y de rebeldía contra la autoridad que se dan en esas edades, y otro es la obsesiva incorporación de prótesis tecnológicas que suplan esa falta, de modo que cada época tiene sus respectivas prótesis, propias de cada estado tecnológico evolutivo del ser humano. Lo cual no está mal porque eso es lo que permite a una sociedad progresar, cuestionar lo que ya estaba antes. Ahora bien, es cierto que cuando ese uso compulsivo y adictivo de las prótesis tecnológicas se amplía como dogma al espectro de los adultos, sí que podría decirse que los adultos hemos ido hacia las conductas propias de los adolescentes, y no a la inversa: infantilización que es nueva en el panorama histórico y que hay que estudiar con detalle.

 

-Afirma que la idea de que el individuo construye su identidad personal y colectiva es una mentira consoladora. Luego que lo peor no es ser amo o esclavo, sino la inexistencia de una instancia superior a la que pedir cuentas. ¿Hasta qué punto los garantes de la ley y el orden han invisibilizado sus mecanismos de control para eludir responsabilidades? ¿No cabe hoy ya “el apoyo mutuo” para luchar contra lo establecido?

En efecto, creo que lo peor no es que otros nos construyan la identidad, ya que así ha sido siempre y es inevitable, sino que no haya nadie ahí afuera a quien pedir cuentas, y lo digo por dos motivos. En primer lugar, porque si no hay nadie a quien pedir cuentas, el sujeto cae en una especie de melancolía propia de quien está solo, quien no tiene amo, ya que, por definición, y a un nivel psicológico, el amo es quien te controla, sí, pero también quien te protege. Esto ya lo prefigura Kafka cuando en El proceso lo desesperante no es que al protagonista se le acuse de algo que no ha hecho -ya que esa acusación podría contraargumentarse ante un tribunal-, sino que no exista tribunal al que dirigirse. Así las cosas, en la sociedad actual, en la que el ciudadano es mucho más competente y sus derechos se han desarrollado, los mecanismos de control se han vuelto sutiles, ya no son el panóptico foucaltiano ni la descarada vigilancia y castigo de las Instituciones, sino el mercado, que se ha dado cuenta de que el mejor sistema de control es aquel que, como a los niños, te da la razón siempre, te satisface siempre; es lo que podemos llamar “mercado emocional”, o “emocapitalismo”, y que viene a resumirse en satisfacer todos tus deseos siempre y cuando den alguna rentabilidad monetaria o simbólica, como ocurre en este último caso con conceptos emocionales tales como “empatía”, “solidaridad”, “empoderamiento” o “positividad”, vaciados de sentido de tanto usarlos para vender cualquier cosa, desde una camiseta al apadrinamiento de un árbol o un bote de pastillas milagrosas. Todo ello no sólo te hace esclavo, sino que placebamente tú mismo eliges serlo.

 

-Escribe: “El habla de los políticos y oradores de masas y, por tanto, su capacidad de persuasión, nada tiene que ver ya con el contenido de sus discursos. Los tuits de los altos mandatarios demuestran que importa más la intensidad y la prosodia que el propio mensaje”.  Uno se pregunta cuánta cantidad de basura (des)informativa es capaz de asimilar un ser humano. ¿Es el “placer estético” la fórmula para acabar con nuestra ceguera intelectual?

No creo que la desinformación sea algo exclusivamente propio de nuestro tiempo. Antiguamente el pueblo era casi analfabeto, su manipulación era prácticamente total por parte de los dirigentes o las religiones clásicas. De hecho, creo que podría establecerse una especie de ley general según la cual en ninguna época una sociedad está más manipulada que en otra, sino que sencillamente cambian los métodos. La manipulación por parte del poder se va sofisticando, sí, pero es que también la sociedad se sofistica para reaccionar a esas artimañas, de modo que el balance general de la ecuación no creo que sea muy diferente hoy que hace veinte siglos. Por lo demás, el placer estético no sé si es una fórmula para acabar con la ceguera, de hecho, hay algunos placeres estéticos que se han usado siempre para cegar aún más a la población y mantenerla mansa: de los frescos de la Capilla Sixtina al smartphone, todo se vale de una estética.

 

-¿Qué importancia concede usted a los movimientos sociales? ¿Cree que están dirigidos también por “entes” superiores? ¿Qué opinión le merece el sindicalismo actual, un gremio -a mi modo de ver- absolutamente inoperante, vendido a las demandas de las grandes corporaciones?

No creo que los movimientos sociales escapen a todo este marco general del que estamos hablando. Los movimientos sociales los integramos como yo, usted, y todos aquellos a los que afecta cuanto hemos aquí hablado. No hay que confundir las razones que animan a una causa, casi siempre bienintencionadas, y en lo que luego pueden llegar a convertirse, dado que una idea, cualquier idea, es una abstracción, un ente imaginario que luego hay que poner en práctica por una suma de personas, y ahí entran efectos colectivos –psicológicos, físicos, caracteres, intereses últimos- que hacen que todo movimiento social se convierta en otra cosa, en un “movimiento estadístico”. De ahí que todo movimiento social, si quiere ampliar su marco de acción y hacerse realmente efectivo, tarde o temprano pase a la fase de partido político estructurado, con su cúpula, sus líderes, etc; formas éstas de organización social que sí son realmente operantes a un nivel masivo y general. Respecto a los sindicatos, desconozco ese asunto.

 

-Patti Smith cantaba en los setenta que lo único que quería era estar fuera de la sociedad. ¿Es la automarginación la única manera que tenemos ya de escapar al control permanente en el que vivimos, la única forma de mantener cierta autonomía y dignidad moral?

No lo creo porque, en primer lugar, la automarginación social no existe, es una quimera ya planeada en el helenismo; el humano es un ser social y sin ese entorno sencillamente no pude existir. La frase de Patti Smith cae dentro de las utopías de los años sesenta y setenta, que la propia experiencia ha contradicho. En segundo lugar, la autonomía personal y la dignidad moral sólo pueden existir si interactúas con el resto de humanos; fuera de eso, son términos que se vacían, pierden su sentido tanto operativo como semántico. No existe la dignidad de un ser totalmente aislado del mundo; entre otras cosas, porque en ese caso ya no la necesitaría.

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