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‘El alcalde de Casterbridge’, de Thomas Hardy

DAVID PÉREZ VEGA.

En diciembre de 2020 leí Jude el oscuro (1895), la última novela de Thomas Hardy (Higher BockhamptonStinsford, Inglaterra, 1840 – Max Gate, 1928), un libro que se convirtió en una de mis mejores lecturas del año pasado. Así que a principios de 2021 me apeteció volver en este autor. Ya comenté que Jude el oscuro lo había tomado prestado de la biblioteca de mi suegra, donde también descansaba El alcalde de Casterbridge (1886) y se lo pedí prestado.

El arranque de El alcalde de Casterbridge es impresionante: Henchard, un joven de veintiún años camina leyendo junto a su joven mujer, que lleva en brazos un bebé. Entran en un pueblo, donde se está celebrando una feria de ganado. Bajo una carpa, donde sirven comida y bebidas, el hombre se emborracha y empieza a despotricar contra su mujer. Piensa que ella es una carga para él y está dispuesto a venderla en una subasta (junto al bebé) al mejor postor. Lo que parece una broma de mal gusto se complica cuando un marinero ‒de apellido Newson‒ ofrece las cinco guineas que pedía Henchard por la mujer y el bebé y se marcha con ella. La joven Susan parece querer así dar a su marido una lección. Cuando el joven se despierte de la borrachera tratará de buscar a su mujer para enmendar su error sin encontrarla.

Como dije al comentar Jude el oscuro, Hardy me parece el más ruso de los escritores británicos y en esta primera escena del libro me lo vuelve a parecer. Henchard parece un puro personaje de Fiódor Dostoyevski.

En este primer capítulo ya veo más de una conexión con Jude el oscuro. De entrada, tenemos al joven Henchard ‒un humilde aparvador de oficio‒ que lee según camina, mostrando así que quiere elevarse respecto a su condición, igual que hacía el joven Jude, cantero de oficio. Henchard y Jude parecen hacerse casado los dos demasiado jóvenes y sienten que la boda les ha truncado sus posibilidades de futuro. Además los dos riegan en alcohol sus frustraciones. Thomas Hardy es un escritor naturalista, y por tanto, en gran medida, el entorno social del que proceden sus personajes va a determinar su destino. «Rápidamente volvió a aflorar a la superficie ese rasgo de su idiosincrasia que había gobernado sus actos desde el principio y que lo había convertido en el hombre que fundamentalmente era.», leemos en la página 489 sobre un personaje.

Henchard no encuentra a su mujer y a su bebé y se hace la promesa de no volver a beber hasta que no pase, al menos, el tiempo correspondiente a la edad que tiene en ese momento, que es de veintiún años. El lector intuye que Hardy va a volver a sacar el tema de la adicción al alcohol de Henchard y esto a va a tener su importancia en la trama.

Entre el capítulo II y el III han transcurrido unos dieciocho años, y Susan camina con su hija Elizabeth-Jane hacia el pueblo de Casterbridge donde ha oído que quizás viva Henchard. Susan es una mujer crédula y sencilla, que había vivido con el marinero Newson, pensando que su «venta» tenía alguna validez legal. Después de que una vecina le haga despertar de su error y de que a Newson se le dé por desaparecido en un naufragio, decide buscar al que, según la ley, aún debe ser su marido, Henchard.

Henchard cumplió su promesa y abandonó beber. Con el tiempo dejó de ser un simple aparvador para pasar a ser un hombre próspero de la ciudad, y en el momento en el que Susan y Elizabeth-Jane llegan a ella se ha convertido en su alcalde. La aparición en Casterbrige de las dos mujeres y su irrupción, ya inesperada, en la vida de Henchard va a coincidir con la llegada a la ciudad de del joven escocés Donald Farfrae, que pensaba emigrar a Norteamérica, pero, dada su maña con los granos, Henchard le convencerá para que empiece a trabajar para él.

En El alcalde de Casterbridge nos vamos a encontrar con muchos momentos como el anteriormente descrito, en los que las casualidades y las coincidencias entre personajes van a tener un peso muy importante en la construcción de la trama. También habrá más de un «inesperado giro de guion». El alcalde de Casterbridge se publicó por primera vez en entregas en la revista inglesa Graphic y en la norteamericana Harper´s Weekly, y dependen mucho más de las técnicas constructivas propias del folletín que una obra más madura como es Jude el oscuro. También debo decir que, aunque en gran medida, El alcalde de Casterbrigde depende de las técnicas constructivas del folletín, no quiero que suene esto de un modo despectivo. La novela es muy entretenida y la he leído con un gran interés en cada momento. Lo digo ya, El alcalde de Casterbrigde me ha parecido una buena novela, que ha aguantado muy bien el paso del tiempo; y Jude el oscuro es una obra maestra, una obra en la que Hardy dominaba ya plenamente todos sus recursos y posibilidades literarias.

Además, los personajes de El alcalde de Casterbridge están bien perfilados y sus personalidades y los choques con los demás a los que les lleva su carácter están muy bien hilados. Es interesante ver cómo los motivos de las acciones de los personajes son interpretados de un modo diferente por otros. Como en un buen folletín la fortuna de los personajes va a sufrir grandes altibajos y al final, parece decirnos el Hardy más naturalista, van a sucumbir a sus pasiones más humanas.

Es interesante ver además cómo son los personajes de fuera del espacio de la novela (Casterbridge) en los que se centra la trama. La idea del «forastero» ronda cada página de la novela.

Si bien comenté que en Jude el oscuro, publicada en 1895, casi no aparece el narrador omnisciente que interviene en la historia, tan propio del siglo XIX; éste tipo de narrador está algo más presente en El alcalde de Casterbrigde, publicada nueve años antes.  Pero su presencia nunca llega a ser molesta o a sonar anticuada. Me han gustado algunos pasajes en los que se destaca el pasado romano de Casterbrigde, y en los que se describen los barrios marginales de la ciudad: «En Mixed Lane se podían ver muchas cosas tristes y bajas, y algunas funestas. El vicio entraba y salía por sus fueros en ciertas puertas del vecindario; la temeridad habitaba bajo el tejado de la chimenea torcida; la vergüenza, en algunos balcones; el robo (en época de carestía), en las cabañas con paredes de barro junto a los sauces.» (pág. 413)

También me gusta más de una de las mordaces apreciaciones de Hardy: «Exteriormente no había nada que le impidiera empezar de nuevo y, aprovechando su rica experiencia, llegar más alto aún que en el pasado. Pero a ello se oponía el ingenioso mecanismo ideado por los dioses para reducir al mínimo de las posibilidades de mejora de los humanos, y por el cual la pericia para hacer las cosas viene pari passu con la pérdida de ilusión para hacerlas.» (pág. 512)

Como ocurría en Jude el oscuro, es importante observar en El alcalde de Casterbridge la posición de la mujer en la sociedad de la época. Como el mundo rural dibujado (vuelve a aparecer aquí el inventado contado de Wessex) parece exigir a las mujeres una conducta más conservadora que a los hombres. Por ejemplo, Elizabeth-Jane será recriminada porque la noche de su llegada a Casterbridge, antes de darse a conocer a Henchard, trabajará durante unas horas en una posada como sirvienta, actividad que será, más tarde, impropia para la hija o la ahijada de alguien con tanta relevancia social como un alcalde. Lucetta, otro de los grandes personajes femeninos del libro, también sufrirá por lo que considera manchas en su pasado, unas supuestas manchas que la sociedad en la que vive le harán pagar muy caras. Hardy parece, en todo momento, tomar partido por estas mujeres y es, por lo que le leído, en su penúltima novela, Tess, la de los d’Urberville (1891), en la que desarrolla este tema como mayor profusión. Tengo ya ganas de leer esta novela.

Normalmente son famosos los comienzos de las grandes novelas, pero en este caso creo que es memorable la última frase del libro: «Al verse obligada a contarse entre los afortunados, no dejaba de asombrarse de la persistencia de lo imprevisto, convencida de que la persona a la que se le había concedido en la edad adulta aquel sosiego permanente no era otra que ella misma, que en juventud había aprendido que la felicidad no es sino un episodio ocasional del drama general del dolor.» En gran medida este cierre de novela concentra gran parte de la filosofía vital y novelística del gran Thomas Hardy.

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