Pensamiento

Una lectura de «El corazón de las tinieblas»

 

PENSAR LAS TINIEBLAS DE LOS HOMBRES DESDE EL CORAZÓN DE LA OSCURIDAD

 

Por Federico Ocaña

 

En “El corazón de las tinieblas” Joseph Conrad nos dejó testimonio y denuncia de un mundo delirante en el que los seres humanos carecen de buenos sentimientos. El argumento está marcado por la codicia en el contexto del colonialismo, la búsqueda de la identidad de un joven europeo que aspira a conocer los pocos espacios en blanco que la cartografía y la globalización han dejado a finales del siglo XIX, así como la lucha contra una naturaleza hostil y contra la impredecible naturaleza humana, capaz de mostrar aún más hostilidad. El libro toma la apariencia de un recuerdo, una historia que asalta y casi toma posesión del misterioso capitán de barco Marlow. Este nos cuenta cómo en su juventud consiguió ser contratado por una compañía comercial de explotación de marfil en una colonia, la degradación moral que sufren todos cuantos allí trabajan, la reducción a meras herramientas en el mejor de los casos, animales en el peor (cuando no directamente sombras, cadáveres vivos), de los indígenas que sirven a los empresarios de la metrópoli.

El tono es casi como el de un cuento infantil, uno de aquellos cuentos terribles -luego dulcificados por la cinematografía- en los que la madurez de los niños y niñas protagonistas llevaba parejo un rito de iniciación de inquietante violencia y consecuencias incontrolables: los pequeños estaban a punto de ser devorados pero se salvaban gracias al descuido de sus carceleros y a ciertas dosis de astucia; pagaban su infantil indefensión con tributos tales como la boda forzosa, la entrega de sus progenitores a malvados duendes; la resolución podía ser desde la muerte sobre las brasas hasta la coronación -o la boda con un rey, un príncipe o una princesa.

El título castellano, “El corazón de las tinieblas”, no hace justicia al laconismo del original inglés: “Heart of Darkness”. En un ejercicio de traducción podríamos olvidarnos por un momento de la clásica fórmula referida a las “tinieblas”, que evoca un fenómeno meteorológico y mantiene resonancias religiosas.

De hecho, en el relato de Charles Marlow, de quien se sospecha que funciona como alter ego del propio Conrad, las referencias a la religión y la meteorología son escasas. Abundan, por el contrario, las descripciones del paisaje en el que transcurrió el viaje, pero aún más las descripciones de los tipos humanos y su desenvolvimiento en ese mapa. Más que lo que rodea a los seres que habitan aquellos parajes malditos, a Conrad le interesa la maldición misma, que pesa sobre todo y sobre todos como el pesado aire de la jungla. Esta oscuridad que se cierne progresivamente sobre el narrador ya se nos ha anticipado de forma magistral cuando nos ha dejado ver, sutilmente, que si aquella región aún no aparece en los mapas es porque de alguna manera no pertenece a este mundo. Más explícita, si cabe, es la referencia a la psiquiatría, que despunta en Occidente y que está intentando comprender lo que a esas alturas de siglo es una evidencia: el hombre es un abismo y da vértigo mirar en él, según dejó escrito el dramaturgo alemán Georg Büchner. Las mediciones del doctor al que visita Marlow antes de su viaje son sólo la primera de las tragedias de la razón instrumental que maneja la metrópoli porque, efectivamente, no hay razón científica, técnica, que anticipe la bajeza moral o la locura: esta, simplemente, late y sobreviene desde el corazón mismo de la razón.

Las construcciones, las embarcaciones (que deberían tener un peso mayor y que, en cambio, sólo se nos describen como de pasada y casi al término del viaje), los pocos documentos que aparecen referidos en el texto (libros de navegación, escritos de la compañía comercial para la que trabaja el narrador), lo que Conrad describe, como vemos, no es -o no meramente- el “corazón de las tinieblas”, no es un viaje geográfico por un continente especialmente dominado por una atmósfera neblinosa, ni mucho menos hasta el núcleo de la fe, si tomamos las tinieblas en un sentido religioso, místico (piénsese en Dionisio Areopagita o san Juan de la Cruz). Se trata, sí, del “corazón de la oscuridad”, porque Marlow más que un paisajista es un cartógrafo que quiere dibujar ese punto negro en el mapa, ver el infierno, o un forense que quiere abrirse paso con el bisturí de la verdad, de ahí su escasa interrelación con los demás tripulantes de la embarcación y su empeño en que la técnica, al menos la que está en su poder, no se vea contaminada por el “horror” que le circunda (dilucidar hasta qué punto es esto posible es algo que compete al lector). Este cartógrafo y cirujano con apariencia de piloto de barco apenas separa la vista del río pero no puede abstraerse del reguero de muertos que va dejando a su paso la expedición y el fenómeno más amplio y destructivo del colonialismo. Intenta analizar fríamente los hechos, todos los hechos, incluso a su encuentro con el horror definitivo, en el campamento del comercial Kurtz, pero finalmente, ante los delirios de Kurtz, se deja llevar por una mezcla de reverencia y asco.

En cierto modo, Conrad dibuja un reflejo de su propia oscuridad, de la nuestra: nuestros pecados, nuestro derroche de violencia, nuestras pasiones más bajas, nuestra locura quedan plasmadas sobre ese retrato del mundo que es siempre un mapa. Este retrato de Dorian Gray es el retrato de una época, pero como nos recordó también Coppola con aquella magistral versión que es Apocalypse Now, podría serlo de la nuestra: de nuestras empresas, de nuestras naciones, incapaces de comprenderse a sí mismas sin destruir lo ajeno. Nosotros, que al término del libro somos Marlow y quienes viajan con él, hemos perdido la inocencia y, como él, también algo de piedad y humanidad.

En este cuento se nos revela que no sólo no reinaremos sobre nuestros dominios -nos preguntamos, con Marco Aurelio, ¿puede ser monarca quien no se gobierna a sí mismo?- sino que, si queremos escapar al horror, nos veremos obligados a enfrentarnos, antes o después, con el hecho terrible de que el horror es constitutivo de nuestra naturaleza y nuestra historia, y que deberemos luchar contra él todos los días de nuestra vida.

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