Omar Jayyam en Isfahan
Por Antonio Costa Gómez.
En Teherán fui a cenar al restaurante Omar Jayyam entre canciones tradicionales. En Isfahan subía todos los días a la tetería Qeysarieh y disfrutaba la exquisitez musical de la plaza del Imán. Allí reinaba la sensualidad deliciosa mucho más que el rigorismo doctrinario. Además, la gente lo olvida, el islam chiita es mucho más tolerante que el islam sunnita. Permiten las imágenes y la vida concreta. Dan más valor a las emociones y la gente lamenta cada año la persecución del Imán Hussein. El Imán Hussein me esperaba todos los días, con su mirada nostálgica, a la entrada de la tetería.
Mirando la plaza como una gran alfombra me acordaba de Omar Jayyam y sus “Rubayyat” o cuartetas. Recordaba que nació en Nisapur, al norte de Persia, pero vivió unos años en Isfahan, como recuerda Amin Maalouf en su novela Samarcanda. Y que allí se enfrentó a Hassan Sabah, el Viejo de la Montaña, el prototipo del rigorismo y lo doctrinario.
Omar Jayam erra la antítesis de los fanáticos que lo han resuelto todo. Por eso se jugó la vida varias veces. Siempre fue un peligro estar vivo. Habla del vino y de disfrutar del amor. Pero lo dice también en un sentido profundo, lo mismo que Hafez y los místicos. Y como Hafez renegaba de las doctrinas y los teólogos. Él hablaba de vivencias. Pillaba la eternidad a través del instante: “Si la copa que libas, si el labio que oprimiste / acaban donde todo comienza y se concluye, // piensa que ahora eres el mismo que ayer fuiste / y más allá no harías nada más que aquí hiciste”. Creía que la vida solo se podía pillar así ligera y apasionadamente. Creía en lo concreto profundo como Chopin.