‘Jack’, de Marylinne Robinson
Jack
Marylinne Robinson
Traducción de Vicente Campos
Galaxia Gutenberg
Barcelona, 2021
331 páginas
Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca
Con Jack, Marilynne Robinson (Idaho, 1943) continúa su ciclo de novelas sobre Gilead, uno de los territorios imaginarios que mejor literatura ha producido en las últimas décadas. Robinson hereda la tradición literaria del siglo XIX, por la estructura limpiamente lineal y la forma de resolver el relato, pero también la del siglo XX, en cuanto a la capacidad para entregarnos las almas, expresándose a través de la voz del narrador. Reúne la capacidad de observación de Stendhal, por ejemplo, con la intensidad expresiva de Proust. Así expresado da la sensación de que nos encontramos o con un monstruo literario o con un proyecto ambicioso que puede verse abocado al fracaso. Nada hay de fracaso en Robinson. Pues ni se propone que sus invenciones sean tan extensas como las de Stendhal ni tan personales como las de Proust. Digamos, para utilizar algún lugar común, que uno escribe con el cuerpo y el otro escribe con el alma, pero que, finalmente, han aparecido los autores que nos descubren que no existe tal distinción entre cuerpo y alma, como no existe la que diferencia forma y fondo, excepto en la comodidad académica de los libros de texto. De hecho, es inevitable la referencia a Faulkner, quien terminó de romper con esa farsa, por la intensidad y por el ambiente. En este caso, contada por un narrador omnisciente, la historia nos saca de Gilead para llevarnos a un Sant Louis fronterizo, un lugar al que está exiliado Jack, el protagonista, un joven que se define a sí mismo como un ladrón con talento, un mentiroso compulsivo, un borracho habitual, alguien sin cualidades para la amistad, sin capacidad para hacer buen uso de sus talentos, sensible a las fragilidades pero convencido de deber quebrarlas, y que para evitar los daños que puede causar conviene que se aísle.
Su tiempo para aislarse es la noche y uno de sus lugares predilectos será un cementerio. Será allí donde este joven, de raza blanca, conozca a Della, una mujer de raza negra de la que se enamorará, ahora sí, sinceramente. Comenzará entonces un cortejo que será sencillo, aunque largo, en lo personal, y será imposible en lo social. No cuenta con el beneplácito del gueto ni de la iglesia, hermética y cabezota, a la que pertenece Della. Nos vemos paseando, junto al protagonista, por unos barrios en los que la humanidad ha demostrado esa fea tradición de sancionar cada error para convertirlos en ley y en costumbre.
Jack y Della comienzan teniendo una conversación sobre el determinismo que nos resultará extraña, a no ser que tengamos en cuenta que el personaje de Jack ya había aparecido anteriormente y es hijo de un reverendo. Sus referentes, que serán los que fluyan a través de todo el texto, son grandes poetas como W.H. Auden o Robert Frost, pero, sobre todo, Shakespeare, a quien recurre Robinson con frecuencia: Hamlet aparecerá constantemente citado por los personajes, al margen de ser una de sus obras, Romeo y Julieta, la que está detrás del detonante de la situación. No sólo la diferencia racial será una opresión, también oprimirá la religión las otras diferencias, como la pérdida de referentes familiares de él, frente al anclaje sin cuestionar al que está sometida Della. La muchacha no padece la soledad que enferma, como sí la sufre Jack, que se verá obligado a reinventarse para salir de ese mal. En realidad, el tema de la novela, como consecuencia de los empujes a los que se ven sometidos los cuerpos y las almas de los protagonistas, será el amor propio. Bajo la premisa de intentar respetarlo, el cortejo de Jack resultará sano en cuanto a lo que atañe al amor, a la relación con la muchacha, y una neurosis dentro de la que nos golpeamos una y otra vez la cabeza contra las paredes de una habitación cerrada, en lo que se refiere a la sociedad. Cortejar a la sociedad para enamorarla es imposible.
Robinson idea una representación concreta de la autoestima, que es el sombrero. Pocas cosas se han ideado más ridículas, entendiendo el ridículo como la posibilidad de un chiste, que un hombre corriendo detrás de su sombrero. Da la sensación de que Jack viera en el sombrero reflejado su verdadero hogar, su espíritu, su dignidad. Sin el sombrero, está expuesto a avergonzarse. Sin el sombrero, siente emociones como la culpa o la tentación, maldiciones que se relajan por la noche y en el cementerio, donde se siente en paz. Esta brega, tanto la exterior, al del cuerpo, como la interior, la del alma, basta para construir una novela en la que Robinson nos mantiene dentro con idéntico ardor al que había construido en anteriores obras, luchando con y contra un protagonista que no es simpático, pero al que no podemos si no desear la mejor de las suertes, pues nadie se merece que el destino se le tuerza cuando las intenciones son consecuencias de un enamoramiento. Al parecer, la hermética ceguera de la sociedad puede imponerse, esa ceguera que acude a la palabra tradición para no arrancarse la venda de los ojos.