‘El mal cautivo’, de Maurizio Torchio

El mal cautivo

Maurizio Torchio

Traducción de César Palma

Malpaso

Barcelona, 2021

203 páginas

 

Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca

Lo más sorprendente puede ser que el extrañamiento sea así de sencillo: “Esta no es mi casa, este ya no es mi cuerpo”. Para no reconocerse no es necesaria una experiencia como la de despertarse una mañana transformado en un insecto gigante. Basta con darse cuenta de que uno no obedece a las leyes de su registro genético, a las leyes que dictan lo que debería ser y que le inculcó el destino social. El narrador de El mal cautivo, por ejemplo, sabe que debería haber sido un delincuente con atribuciones limitadísimas, y se encuentra con que ha sido capaz de elaborar sentimientos y actos que le resultaban impensables tiempo atrás. Se suponía que debería vigilar a una joven secuestrada y se ve en una emoción que se asemeja a un síndrome de Estocolmo inverso: el secuestrador admira al rehén, hasta intuir un enamoramiento que no quiere que cuaje. Y, por otra parte, se le suponía un atrevimiento físico de andar por casa, al menos entre las categorías de los delincuentes, y, sin embargo, fue capaz de acabar con la vida de uno de los guardas de la prisión en un arrebato de cólera.

Por una parte, acabará en prisión a cuenta del secuestro. Por otra, acabará en aislamiento durante una temporada larga, larguísima, la que le lleva a escribir estas memorias carcelarias que, una vez más, nos exponen la vida con un lenguaje seco, como los huesos expuestos al sol del desierto. Cabe preguntarse a qué se debe este tipo de lenguaje en los relatos penitenciarios o postpenitenciarios. No hay lugar para la lírica, no hay lugar para la belleza. De hecho, se retrata al narrador como un tipo con unas limitaciones no sólo de educación o naturales, sino a través del poco espacio en el que han crecido sus cualidades emocionales y su desarrollo intelectual. Apenas ha podido saber en qué consiste la sensibilidad. Pero, eso sí, ha pasado de ser protagonista a ser observador. De tener algo de iniciativa en sus actos delincuentes a ser testigo de la forma de vida en la cárcel. En ese sentido, nos hallamos frente a una novela de situación, la propia de la recreación de la soledad, de una forma extrema de soledad.

Maurizio Torchio (Milán, 1970) recrea a toda una caterva de canallas o de perdedores. Abocados a una vida miserable en una prisión de alta seguridad, trasladados desde la infame creada en una isla a una nueva, también destinada a la decadencia, Los encuentros entre ellos no por previsibles dejan de ser potentes. El comandante, que rige la prisión preso, a su vez, de sus pasiones, Toro, el gran matón o jefe de matones, la pandilla violenta a la que conocemos como los Ene, o Martini, una suerte de dandi de los calabozos, acompañarán al narrador actuando frente a él o al otro lado de las puertas. Con pocos mimbres, bien trenzados, y con un lenguaje que nos acompaña con soberbia para recrear el ambiente, Torchio ha escrito una buena novela.

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