Nomadland (2020) de Chloé Zhao – Crítica
Por Jordi Campeny.
Entre los efectos devastadores del capitalismo salvaje sobresalen, sin duda, sus víctimas. Las personas. El engranaje neoliberal que mueve este mundo fatuo y enloquecido ha arrojado a los márgenes a muchas de sus criaturas, condenándolas a la precariedad. El sistema se encarga de escupir a quienes no han querido, sabido o podido amoldarse a su pérfida maquinaria. Algunos consiguen sobrevivir e incluso hallar cierto sosiego en sus esquinas; otros muchos han perecido hasta desintegrarse, solos y olvidados.
Los olvidados. Precisamente éste es el título de un poderosísimo y devastador documento social –aunque fuera ficción pura– que elaboró Luis Buñuel en 1950 en el que, sin abandonar la poesía y sirviéndose de actores no profesionales, retrataba y denunciaba con vigor a una sociedad carcomida y deshumanizada que condenaba a sus seres a la exclusión perpetua. Una contundente obra dramática de profundo y riguroso aliento realista, ubicada en los suburbios de México DF, que ponía el foco en sus jóvenes y desesperados personajes. Un despiadado varapalo que nos sacudía e interpelaba como sociedad; un bofetón a nuestras conciencias aburguesadas.
Y es que ante la injusticia de un mundo que excluye a nuestros semejantes sólo caben dos reacciones: la inconformidad y la denuncia (las dos fuerzas que movieron a Buñuel a la hora de arrojarnos Los olvidados) o la resignación y la condescendencia (que parecen ser las actitudes que movieron a la directora Chloé Zhao al ofrecernos Nomadland en delicada bandeja de plata).
Nomadland es una película hermosa y poética, bañada con la luz de los más bellos crepúsculos que pueda uno soñar o pintar en un lienzo. Es la gran película de este año infame; ha obtenido una infinidad de galardones (entre ellos el León de Oro en Venecia y el Globo de Oro a Mejor película dramática) y, casi con seguridad, se alzará también con los Oscar más importantes. La película muestra el viaje en caravana hacia el Oeste americano al que se ve empujada una mujer que lo ha perdido todo tras el colapso económico. En este periplo nómada encontrará a otros personajes en situaciones parecidas y hallará cierta paz de espíritu entre la belleza de los paisajes y la libertad que se respira en este otro lado de la realidad. Su baza principal es, sin duda, su imperial protagonista: Frances McDormand. Cabe plantearse si Nomadland hubiese despertado tal corriente de entusiasmo o sería lo que es sin su rostro ajado, su mirada líquida, su soberbia capacidad para mostrar, con pudor, sus cicatrices.
Son innegables las virtudes de la cinta; sólo hace falta tener ojos y una mínima sensibilidad para dejarse mecer por su belleza. Sin embargo, uno no pudo evitar arquear la ceja y sentir cierta incomodidad ante su radical ausencia de denuncia frente a la durísima realidad que nos estaba mostrando. Zhao pone el foco de su película en la belleza de los crepúsculos y de los rostros agrietados, buscando a cada rato poesía entre el desamparo, y todo ello subrayado con la partitura relamida y cursi de Ludovico Einaudi. Todo ello consigue que Nomadland se deslice, por momentos, hacia una atroz romantización de la precariedad. Lírica del desconcierto, lo llaman algunos.
Y es que uno esperaba algo de punch y mala leche hacia los mecanismos que desencadenan la caída de nuestros olvidados. Y ello no está reñido con instantes de autorrealización y belleza, por supuesto. Pero cuando lo que priman son las formas, amables y líricas, por encima de un fondo tan complejo y espinoso, e incluso se llegan a alabar las lindezas del coloso Amazon en vez de indagar en la mugre moral que esconde, se acaba rebelando una postura acomodaticia, más cercana a la impostura que a la autenticidad. Por mucho que incluyas a nómadas reales en tu casting. Quizás la directora les recuerde en su discurso al recoger un Oscar. Ellos permanecerán ajenos al glamour y los flashes; seguirán buscando un lugar en el mundo, olvidados frente al viento y la intemperie.