«Secretos de un matrimonio», un experimento cinematográfico que conduce al límite
Por Gaspar Jover Polo.
Secretos de un matrimonio, del director sueco Ingmar Bergman, es una película con solo dos actores principales, con dos actores que ocupan la totalidad de la pantalla durante el noventa por ciento de la cinta, con mucho primer plano y bastante plano medio. Solo aparecen Liv Ullmann y Erland Josephson, estos dos actores, y no se mueven prácticamente de la sala de estar, pero aseguran la variedad y la amenidad, incluso un ritmo narrativo más bien rápido gracias a la gama de sentimientos y de estados de ánimo que son capaces de producir, con la capacidad que demuestran para pasar de una a otra expresión casi continuamente. Es una película en la que ocurren muchas cosas sin necesidad de abandonar la habitación y el obsesivo primer plano. Sobre todo resulta sorprendente, y más que eso, inquietante, la capacidad de la actriz Liv Ullmann para pasar del gesto de perversa frialdad al de ingenuidad bonachona en cuestión de segundos.
Liv Ullmann resulta en este papel tan odiosa y tan adorable como en Persona, otra gran película de Bergman, y entre estas dos impresiones tan contradictorias, la actriz ofrece una gama casi infinita de variedades de expresión y de matices interpretativos. «Es un estudio exhaustivo de la duda, la desesperación. la confusión y la soledad experimentadas por una mujer», podemos leer en Filmaffinity; pero creo que se pueden añadir más estados de ánimo a esta lista. Ella está sola en su casa y espera la visita del marido –papel que interpreta Erland Josephson– con el que está en trámite de separación. Suena el timbre y, a partir de ahí, de que se encuentran después de varios meses, ya pasan todo el rato juntos delante de la cámara. Se hablan, se besan, cenan y se mueven por la salita, por el despacho o por el dormitorio del piso. Sentado en el sofá, él se queda un momento dormido porque está muy cansado, y a continuación suena el teléfono. Ella se desplaza a otro cuarto para cogerlo en la única interrupción del cara a cara entre los dos miembros del matrimonio en crisis. Se despiden al final de la velada, él abre la puerta con la intención de abandonar el piso, pero no llega a travesar el umbral porque ella va detrás y lo detiene para proponerle dormir juntos, aunque sin hacer el amor, por hacerse compañía solamente.
Se trata de una miniserie producida por y para la televisión, pero no creo que, si se hubiera planeado como proyecto cinematográfico, Bergman se hubiera asustado de este absoluto protagonismo de los dos actores, de esta supremacía tan abrumadora de los primeros planos. Es como si intentara sacar partido a todas las posibilidades que ofrece la crisis de una pareja, de sus dramáticas entrevistas, como si en gran parte se tratara de un experimento de investigación cinematográfica, del intento por saber hasta dónde se puede llegar por este camino, de averiguar dónde queda el límite. Una montaña rusa de sentimientos y de estados de ánimo se suceden sin apenas recurrir al llanto, al grito, a la marcada gesticulación; o solo se recurre a todo esto cuando el marido se emborracha y llega a golpearla en una secuencia muy puntual y aislada.
La aproximación que nos ofrece la cámara a esta pareja resulta tan exhaustiva, que abarca todos los ángulos y todas las perspectivas posibles de sus cuerpos y de sus rostros, de sus almas se podría decir también. Lo más curioso y lo que más nos admira es que la determinación del director llega hasta el punto de que a los actores se les notan las más ligeras arrugas, los poros de la piel, la saliva en la comisura de los labios, en este intento por explorar hasta el límite, por llegar hasta las últimas consecuencias en el análisis de los caracteres.