La Gomera (2019), de Corneliu Porumboiu – Crítica
Por José Luis Muñoz.
Quien se acerque a esta extravagante película rumana de Corneliu Porumboiu (Vrasliu, 1975), un director con casi una docena de largometrajes a sus espaldas, y se pregunte por la lógica de su enloquecido guion, escrito por él mismo, es que no ha entrado en la película. La Gomera es una de esas cintas que, mientras la estás viendo, disfrutas por ese humor corrosivo que recorre sus escenas (algunos creen ver el marchamo de los hermanos Coen), los homenajes a dos maestros del cine, a Alfred Hitchcock en ese remake de la escena de la cortina rasgada de Psicosis (por cierto, una película del maestro, y ahora caigo, se autohomenajeaba a sí mismo y se llamaba Cortina rasgada), y a John Ford (casi vemos en una cita en un cine toda una secuencia de la magnífica Centauros del desierto, puede que el mejor western de la historia del cine).
¿Qué hace el silbo canario, utilizado en la Gomera, en un thriller rumano rodado a medias en esa espléndida isla soleada y en la brumosa Bucarest? Y la respuesta es tan simple como que su director viajó a esa pequeña isla canaria, se enamoró de sus paisajes, como lingüista le llamó la atención ese lenguaje tan autóctono y original de comunicarse de los isleños y, a la medida de todos esos elementos, escribió un guion que sobre el papel podría ser descacharrante, lindante con el absurdo, pero que puesto en imágenes funciona como comedia negra.
La Gomera, el film, tiene todos los elementos que se le puede pedir al noir: un policía corrupto llamado Cristi (Vlad Ivanov), que debe sacar de la cárcel al mafioso Zsolt (Sabin Tambrea, que se parece como dos gotas de agua a Henry Silva, parece su reencarnación), el empresario que evade millones de euros metidos en colchones; una femme fatale bellísima, que es morena y no rubia, llamada, no por casualidad, Gilda (la espectacular modelo rumana Catrinel Menghia); unas cuantas escenas muy violentas y sangrientas clonadas de otro maestro del género por su profusión de hemoglobina, Martin Scorsese, pero muy creíbles —Claudiu (Istvan Téglás), ese aparentemente pacífico recepcionista melómano y educado de un hotel romántico de citas que es también un hábil matarife—; personajes inquietantes, como el del mafioso Paco que interpreta el director de cine mallorquín Agustín Villaronaga; la extraordinaria Barcarola de Los cuentos de Hoffman de Jacques Offenbach, que realza cualquier imagen que acompañe; buenas tomas nocturnas y escenas de carretera; una explícita secuencia de sexo para lucimiento del físico de Catrinel Menghia; y una balacera que parece otro homenaje al western y que tiene lugar, nuevo guiño (como el asesinato de un director de cine que busca escenarios para su película), en unos estudios cinematográficos en desuso. Y todos esos elementos están aderezados con la salsa del humor corrosivo —las clases de silbo a que es sometido el protagonista Cristi por parte de Kiko (Antonio Buil) no tienen desperdicio—, giros y regiros sorprendentes, en los que se entra como si uno estuviera a bordo de una montaña rusa, y una narración fragmentada como un rompecabezas que rompe los tiempos cinematográficos en un continuo vaivén de pretérito a presente y cambio constante de escenario.
No quiera el espectador sesudo de esta inclasificable película de diálogos rocosos e interpretaciones gélidas (el hieratismo invade los rostros de todos los actores), buscarle tres pies al gato. No es un film para analizar con el cerebro sino para disfrutar con los sentidos. Tiene La Gomera una extraña magia interna, quizá contagiada por la propia isla en donde se rodó a medias; el espectador, una vez subido al tren de la película, sigue obediente por las vías marcadas por el director, incluido ese final festivo en los Jardines de la Bahía de Singapur durante una de sus espectaculares sesiones piromusicales. ¿Por qué acaba La Gomera en Singapur? Pues por la misma razón que en la película el silbo es el lenguaje que utilizan los mafiosos, la femme fatale y el policía corrupto para comunicarse entre ellos y burlar a la Policía, y que la isla de la Gomera preste su excepcional fotogenia a este film juguetón. Porque le apetece al director.