Reinventarse a cada paso: el aforismo, según José Luis Trullo

Javier Recas.- Mucho se habla sobre el vigor del aforismo en la actualidad, y, sin duda, no faltan razones para ello. Se lo debemos al impulso conjunto de numerosos y excelentes autores, editores, y entusiastas lectores, junto a la influencia de otros factores. Todos ellos han dinamizado este género fascinante. La presentación del libro que hoy celebramos no quiero ni puedo deslucirla con consideraciones distintas a las de los méritos del mismo, que son muchos, pero debo decir, porque sería injusto no hacerlo, que el nombre de José Luis Trullo tiene que ser resaltado como una de las personas que más han apoyado esta venturosa situación del aforismo en España. Quienes lo reivindicamos como género con mayúsculas, con entidad filosófico-poética propia, sin complejos, frente a otras formas tradicionalmente más reputadas, conocemos bien su labor. Una labor en todos los frentes, empezando por su propia obra aforística –bajo el pseudónimo de Felix Trull, con títulos como Metas volantes, Líneas de flotación, La lección de Pulgarcito, Y de pronto, amanece. Apuntes para una despedida, o con el suyo propio, con Meandros. En torno a Heráclito, a cuatro manos con Ander Mayora–; su actividad como analista y crítico del género, del que da cumplido testimonio, sin ir más lejos, este libro; o como promotor de toda suerte de iniciativas encaminadas al conocimiento y desarrollo del aforismo en nuestro país. Entre ellas destaca su extraordinaria labor editorial en favor del género. Convencido de que “el libro es la patria de la literatura”, y literario es, sin ambages, el aforismo, busca para él el acomodo que merece a resguardo de las contingencias de eventuales tuits o del desamparo de páginas de internet de dudosa calidad. Toda esta experiencia, todo este bagaje, obviamente, se pone en juego aquí, se revela en cada página.

Seguramente no será posible deslindar todas estas facetas para alguien como José Luis Trullo que vive plenamente el aforismo como una forma de pensamiento, incluso como una filosofía de vida, con la conciencia radical de la fragmentariedad esencial de nuestra aprehensión del mundo. Trullo descree del pensamiento sistemático, de la racionalidad totalizadora, una idea que a sus ojos no sólo se ha tornado utópica, sino que ya “empieza a resultarnos risible”. Ubicados en este estado de desfascinación, debemos ser honestos, afirma el autor: “No procede continuar con la farsa: no sabemos apenas nada, y lo que logramos concluir, enseguida se diluye otra vez en la corriente de nuevos conocimientos. No hay puerto refugio. Vivimos a la deriva.” El aforista actual ha sabido acomodarse a este estado de provisionalidad permanente: si escribe aforismos es porque ha superado las reticencias ante lo efímero, ante lo conciso. Cioran decía: “Sólo cultivan el aforismo quienes han conocido el miedo en medio de las palabras, ese miedo a derrumbarse con todas las palabras.” El aforista asume la provisionalidad, si, pero no la ceguera, asume que el conocimiento es fragmentario, pero asegura que puede llegar a ser luminoso, vívidamente luminoso. Hay en el libro numerosas calas en esta perspectiva (Ética del aforismo, Suelo deslizante: el aforismo a la deriva, Aforismo y pensamiento: una aproximación…), aunque late en todo él esta filosofía.

Es la suya una filosofía poética sobre lo real (o, si se prefiere, una poesía filosófica), que tan sólo nos permite esporádicos relámpagos de comprensión. El aforista, escribe el autor, se conforma “con captar algunos destellos, atisbos, relámpagos, con los cuales articular algo parecido a un prontuario de emergencia personal”.

Así las cosas, el aforismo se mueve como pez en las aguas de la ambigüedad, de la insinuación y la alusión, eso que Trullo denomina en el libro el “núcleo líquido” de la expresión, un excelente aliado, desde luego, para multiplicar la productividad semántica de su humilde arquitectura. Y es precisamente esta característica la que hizo del aforismo también, un magnífico cómplice de la escritura diarística. En uno de los capítulos del presente libro, titulado «Del cuaderno al aforismo», reflexiona el autor sobre la relación entre esta forma de escritura y el aforismo contemporáneo. Su reflexión es especialmente interesante en tanto resalta un elemento que, aunque señalado por la crítica literaria, no ha sido suficientemente dimensionado en la configuración de la naturaleza del aforismo actual. Confiesa José Luis Trullo su personal simpatía por estas joyas literarias que son los diarios y cuadernos personales (antaño, sin embargo, relegadas a meros instrumentos auxiliares para el conocimiento del autor y su obra) con los que se forjó su inicial apego al género: Canetti, Valéry, Cioran, Pessoa… Sobre algunos de ellos nos ha dejado interesantes reflexiones en los últimos capítulos de este libro.

Las páginas que hoy comentamos recorren diversos aspectos fundamentales del aforismo, siempre desde dentro, desde la admiración y la experiencia en la práctica del género, lejos del frío análisis académico y la vocación taxidermista que preside cierta crítica literaria. Más allá de los acostumbradas rutinas definitorias, desde el comienzo, se coloca al aforismo ante el espejo para preguntar por su huidiza naturaleza, tan patente como incómoda. Todas las definiciones, por meticulosas que sean, provocan siempre, confiesa Trullo, un “cierto desánimo”, “una sensación de escamotear lo más seductor del aforismo”. Parece como si al definirlo lo estuviéramos traicionando y sólo nos quedara confiar en otro aforismo para dar cuenta de su verdadera esencia. Este es el ejercicio mental al que nos invita el autor, para el que no faltan algunos excelentes metaforismos como muestra.

José Luis Trullo echa de menos una mayor atención a la dimensión ética del aforismo, a esos valores que ponen de manifiesto nuestra forma de relacionarnos, algo que ha sido un rasgo fundamental de buena parte de la tradición aforística. Y ello, no por una simple elección temática o literaria frente a otras, sino por algo que anida en la propia esencia del aforismo, o, si se prefiere, en la forma de pensamiento que demanda: “se es aforista ‒afirma Trullo‒ como aventura ética”, como una forma de estar en el mundo con nuestros semejantes sin prepotencia alguna, invitando a la reflexión que el punto final del aforismo inaugura. El auténtico aforista no pretende imponer una forma correcta de pensar o actuar porque “se sabe (y al fin, se quiere) limitado y dueño, como mucho, de sus propias reservas”. Cuando el aforista pone en juego sus paradojas, su ironía, sus incertidumbres y perplejidades, está movilizando con ello una apuesta actitud ética de modestia, una filosofía de la ligereza.

Hay en las páginas de Expirar en la frase más breve una constante reivindicación del aforismo contemporáneo, del género como expresión literaria y filosóficamente madura, alejada ya de los clásicos cánones normativos, didácticos y universalistas que dominaron buena parte de la tradición aforística. Hay una apuesta, en definitiva, por la explotación de las posibilidades semánticas del género, por fortalecer su peculiar apertura de sentido, algo que, a juicio del autor, se halla en el epicentro del aforismo. Porque, más allá de su evidente brevedad (cualidad inexcusable), necesitamos de la apertura semántica para ser reconocido como aforismo. Es ella precisamente uno de sus vínculos más sólidos con la poesía, o, si se quiere ser más preciso, el nexo entre cierta poesía con determinado tipo de aforismo, el que, desde luego, nuestro autor cultiva y defiende. Desde esta vocación filosófico-poética del aforismo, Trullo tiende un puente entre ambas orillas con tres ingredientes fundamentales: la economía expresiva, los valores imaginativos de la palabra y una decidida elusión de los caminos trillados en aras de nuevos cauces expresivos. Nuevos cauces que, como reza el subtítulo del libro (Sobre el aforismo y más allá), están también en la naturaleza misma del aforismo actual: abierto a reinventarse a cada paso.

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