Deporte, violencia y erotismo. El Cantar de los nibelungos
Es conocida la frase de Carl von Clausewitz según la cual la política es la continuación de la guerra por otros medios, y también su adaptación, que Alfredo Relaño atribuye a Ramón Mendoza, al terreno futbolístico: “el fútbol como simulacro del conflicto, como escenario incruento donde dirimir las disensiones”, citando ahora al propio Relaño. (Y, el Barcelona como ejército desarmado de Cataluña, aunque ese es quizás otro asunto algo distinto). El símil, por supuesto, puede extenderse casi a cualquier otro deporte porque todos presentan una estilización más o menos acusada y simbólica de una verdadera guerra de la que el ajedrez es ejemplo extremo.
Pues bien, resulta que la comparación no es solo ingeniosa, sino fundamentada con rigor en las bases de la antropología y la filosofía. Así lo explica Rüdiger Safranski al comentar una observación de Schiller en sus Cartas sobre la educación estética del hombre, que según él “solo es enteramente hombre cuando juega”: la cultura, fundada al menos en parte en el juego, traslada al plano simbólico y “alivia las cuestiones graves, la muerte y la aniquilación recíproca” haciendo posible la convivencia de los hombres. Teniendo en cuenta que Schiller es, a fin de cuentas, un filósofo ilustrado, kantiano, preocupado por la paz perpetua y autor de la famosa Oda a la alegría que todos conocemos por Beethoven, podemos hacernos una idea de la importancia que el juego tiene en su pensamiento como elemento de concordia y, en definitiva, de progreso. Y uno no puede menos que recordar aquí algunos casos célebres de concordia deportiva que confirman rotundamente esta idea, como la tregua y el partido de fútbol en la Gran Guerra el día de Navidad de 1914.
Así, no es de extrañar que una sociedad tan violenta como la medieval conociera el deporte y que este viviese un gran auge hacia su final, cuando las formas de vida cortesanas, cultas y refinadas, se imponen sobre la antigua nobleza guerrera de los siglos oscuros. Aunque el deporte medieval no es exactamente como el nuestro, sino que tiene, como dice Johan Huizinga en su clásico libro sobre El otoño de la Edad Media, un sentido fundamentalmente erótico y circunscrito además a las clases altas, como por otra parte ocurrió durante la mayor parte de la historia. Los rígidos códigos nobiliarios de la Baja Edad Media constriñen de tal modo los impulsos amorosos y sexuales de los individuos que terminan en su “reducción a forma”, es decir, en su sublimación estilizante como un modo de darles salida de forma disimulada y aceptable por las leyes morales de la sociedad (no deja de ser una diferente manifestación de la misma función básica), sea con la conceptuosa y críptica poesía cortesana o por medio de las recreaciones, a veces muy alambicadas, de la caballería, que tienen en ocasiones, por otra parte, una interpretación transparente, como en el motivo repetidísimo del rescate de la doncella por parte del caballero.
Situaciones como esta aparecen una y mil veces en la literatura, pero también en la vida de la época, donde se celebran múltiples torneos (competiciones deportivas, a fin de cuentas) con este mismo fondo erótico. Muchas veces es posible entender el torneo casi como una representación dramática que ritualiza, estiliza y desvía por los cauces socialmente adecuados los intentos de los caballeros de seducir a las damas. Se trata, en definitiva, de ocasiones de cortejo con elementos de un erotismo bastante subido como “el hecho de llevar el velo o la ropa de la mujer amada, que conserva el olor de su cabello o de su cuerpo” y que no pasaba desapercibido, desde luego, a los caracteres adustos de la época como la Iglesia, que prohibió los torneos en fecha tan temprana como 1215 (sin mucho éxito, al parecer, porque los vuelve a condenar en 1279) o Petrarca, que pone como ejemplo de recta moralidad a Cicerón y Escipión, que nunca participaron en torneos, en uno de los argumentos de autoridad más descabalgados y traídos por los pelos que conozco. (Como es sabido, Petrarca, que quizás se tuviera por poco menos que un arcángel, se espantó al descubrir en las cartas familiares de Cicerón las mismas pequeñas mezquindades, miserias e inmoralidades que forman el día a día del común de los hombres).
Tan extendido estaba este deporte caballeresco, en todo caso, y desde tan pronto, que aparece con cierta frecuencia e importancia en el Cantar de los nibelungos, un poema épico germano del siglo XIII muy anterior a la fiebre caballeresca del Cuatrocientos en el que, aunque aparecen ya muchos elementos cortesanos, domina todavía el heroísmo guerrero propio de la épica y relacionado con fechas anteriores, las de la edad heroica de los pueblos medievales.
Aquí el carácter erótico del torneo es evidente. Al acudir Sigfrido y Krimilda, recién casados, desde el país de los nibelungos en el alto Rin a Borgoña para asistir a las fiestas organizadas por el rey Gunter, son recibidos con toda la ceremoniosa cortesía que cabe esperar y cada hombre ofrece su brazo para bajar de la cabalgadura a una dama. “¡Cómo se afanaban allí”, comenta el narrador, “cuantos querían rendir homenaje a las damas!”, e inmediatamente caminan unos y otras “emparejados” y “cogidos de la mano”. Poco después comienzan los torneos y se oye a las puertas del castillo “el frecuente retumbar de los escudos atravesados y golpeados. Por supuesto”, añade naturalmente el narrador, “el tiempo volaba con estas grandes diversiones”.
El torneo es también, como decíamos, un ritual de cortejo, y de nuevo aquí es explícito el Cantar. La bella y valerosa Brunilda, tan fuerte como el más robusto de los héroes, impone a quien quiera casarse con ella el desafío previo de vencerla en tres pruebas deportivas: lanzamiento de peso (de una piedra, concretamente), salto de longitud y lanzamiento de jabalina (contra el cuerpo del contrincante, que deberá pararla con su escudo). Comentaremos este episodio en otra ocasión, pero conviene señalar, para el tema de hoy, el simbolismo erótico transparente en la insistencia con que el narrador pondera la lanza de la masculina y heroica Brunilda, en absoluto dispuesta a postrarse ante ningún hombre (“una jabalina larga y pesada […] recia y enorme, ancha y grande […] y tremendamente cortante[…]”), o en la resolución de la lucha, que concluye cuando Sigfrido, que compite aquí fraudulentamente haciéndose pasar por Gunter, la derriba con su lanza.
Como se ve, la ideología caballeresca se combina aquí con la fuerza física, una característica indispensable en la épica. El héroe del poema, Sigfrido, reúne ambas, como podemos ver instantes antes de su muerte, cuando derrota al traicionero Hagen en una carrera por el bosque que disputan “como dos panteras salvajes” después de darle ventaja en la salida y habiendo corrido sin quitarse la jabalina ni el escudo y a continuación y pese al cansancio deja que beba primero su señor el rey Gunter. “Las virtudes cortesanas de Sigfrido”, explica el narrador, “eran muy grandes” y tan importantes, se entiende, como sus virtudes épicas o guerreras.
Por otra parte, como decimos, la Edad Media es una época de enorme violencia y es muy posible que la misma estilización cortesana y caballeresca que pretende encauzar los impulsos sexuales sirva también para atenuar la vertiente destructiva de la vida guerrera de los nobles. Este fondo oscuro gana presencia en la segunda mitad del poema, dedicado a la venganza de Krimilda por el asesinato de su esposo Sigfrido. Así, cuando su marido en segundas nupcias, el rey Atila, invita a los nibelungos a unas justas, estas se narran con un tono diferente: “¡Con cuánta destreza caballeresca se veían volar muy por encima de los escudos las astas de las lanzas, hechas pedazos, manejadas por el brazo de valientes caballeros! ¡Más de un escudo quedó atravesado por obra de los huéspedes teutones! Muy grande era el estruendo que se oía al quebrarse las astas”. De hecho, una muerte acaecida en estas justas, que se tornan cada vez más violentas (“Con su lanza atravesó el cuerpo del caballero tan bien ataviado”), precipitará el sangriento combate final con el que concluye la obra.
En fin, la Edad Media nos muestra, y con ella el Cantar de los nibelungos, las dos caras del deporte: por una parte, la ceremonia pacífica y el festejo; por la otra, como un reverso siempre presente, la violencia que se intenta contener y conducir por los caminos menos destructivos, pero que siempre amenaza, como hemos visto en tantos ejemplos del deporte de nuestros días, con convertir la fiesta en guerra y la competición en combate. Quizás podamos ver entonces el deporte en términos nietzscheanos o casi freudianos, como la expresión en forma racional, apolínea, de un fondo irracional, destructivo, si se quiere dionisiaco; y como recordatorio, en último término de la fragilidad de la razón apolínea, base de la sociedad, de la paz y de la cultura, ante el oscuro empuje del furor dionisiaco.