«Los relojes de río», de Pablo Bujalance
Los relojes de río:
una exégesis de la esencia temporal del hombre
Por Mario Álvarez Porro.
Como ya nos advirtiera Jorge Manrique en la tercera de las Coplas por la muerte de su padre, «nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar», y es que, atendiendo a un dicho popular, «no pasa el tiempo, pasamos nosotros».
Pablo Bujalance (Málaga, 1976), escritor, periodista, redactor cultural y columnista, con una ya extensa obra publicada en su haber, entre la que solo contaba hasta el momento con un único poemario, Padre (Ayuntamiento de Málaga), parte de esta premisa en Los relojes de río (colecc. raro Pegaso – Ediciones en huida, 2021) buscando otorgarle algo más de sentido a la vida y a la existencia humana a través de una singular síntesis entre los conocimientos tradicionales y los actuales descubrimientos cosmológicos, algo que queda de manifiesto desde su mismo título, un doble símbolo, el del reloj y el del río, con el que se alude al tópico vita flumen por medio de la idea del paso del tiempo como fluir vital en la que tan solo somos ríos cuya extensión mide al igual que un reloj el tiempo.
El conjunto poético lo integran siete momentos en forma de composiciones líricas donde predominan el verso libre con preferencia por el versículo de largo aliento y la prosa poética de raíz cuentística y ejemplarizante. Sin embargo, la coherencia global le confiere un sentido unitario a modo de continuum, como de poema extenso que discurre y se desarrolla a lo largo del libro, tal y como expresará el yo lírico casi al final de Escribe un poema largo sobre el tiempo: «Distingo en la noche el fulgor de Casiopea, la belleza del Cisne, / la música a compás de Vega, y percibo el mismo encargo: / escribe un poema largo sobre el tiempo».
Para este propósito, se hace preciso para el poeta encontrar un lenguaje inusual, más allá de lo cotidiano, de lo material, tal y como señala en un poema cuyo título, «Non Serviam», hace referencia explícita a Vicente Huidobro: «Dadme, entonces, /un idioma fiable».
Es, entonces, cuando se hace necesario el regreso a la fuente, al principio, para comprobar en su primera pieza, «Mañana es otro día«, ayer no nace, que lo inaprehensible del lenguaje y lo indeterminado del tiempo ya estaban inscritos en sus primeros versos a modo de estética: «Escribo como un río: / lo hago en este instante / y el instante ha pasado».
Y reafirmando, con ello, la naturaleza transitoria de la escritura y de la vida que la motivó. Porque, acaso sean lo mismo, dejándose llevar ambas hasta perderse en una suma de instantes, de cada instante, quizá el mismo instante, por superposición gravitatoria:
porque sólo se puede escribir de lo que tuvo su lugar y lo perdió
para dejarse llevar por el río
y habitar no ayer, ni hoy, ni mañana,
sino la curva invisible de la gravedad,
el caudal que conecta todos los instantes
hasta que ningún instante tenga sentido
por sí solo.
Las referencias machadianas implícitas son ineludibles, la preocupación por el paso del tiempo y su percepción como esencia primordial del ser humano van hilvanado los distintos momentos como en «Hamlet ha perdido el reloj«, donde se nos invita a asumir la fugacidad de nuestro devenir: «si cierras los ojos / da gracias a Dios por tu ceguera y disfruta / la dulce intrascendencia de no ser más que tiempo».
Y a aceptar, también, la disolución del individuo y su conciencia, como se aprecia en «El Puente de la Aurora»: «pero he aprendido que en el otro río del tiempo nadie distinguiría en nosotros dos individuos, sino uno solo, uno que es el mismo en todos los hombres, un nómada que habita la corriente sin separación ni distancia».
Pues cada hombre se cifrará en una sucesión de hombres que son en el fondo un mismo hombre, uno solo: «nunca hubo más que uno, un solo hombre, un explorador hipnotizado en la circunferencia febril de los relojes; uno que, diminuto, asiste a la escuela y allí inventa verbos para que no importe cómo nos llamamos, sino cómo acontecemos».
Hay en todo el conjunto poemático un sentido inherente de unicidad y totalidad temporal que reduce la naturaleza humana en su decurso a un estigma hereditario de fatalidad como comprobamos en «Herencia»: «Pero nuestra herencia, la de nosotros que ya hemos nacido, es la de Ícaro».
Algo consustancial a toda la humanidad («Desplazamiento hacia el rojo») al resumir todos los hombres en uno solo, revitalizando la teoría borgiana del microcosmos: «Cuando Heráclito se sumergió en el río eran todos los hombres los que se introducían en todos los ríos».
En un movimiento de eterno retorno, un viaje sin fin por el cauce del tiempo como resultado de cada hombre en busca, al fin y al cabo, de uno mismo («Las cronaúticas»). Las reminiscencias borgianas son otra vez patentes: «Para viajar en el tiempo, aprendió a viajar en el espacio, / […] / No buscaba más que al último hombre».
Así, deambularan por sus versos personajes reales e irreales, como si acaso no fuesen lo mismo, el mismo, desde la antigüedad clásica hasta nuestros días durante lo que aparecen en «Una y mil noches«:
Mientras, así es
como nos hacemos compañía, como apretamos el nudo,
verso a verso, llanto a llanto, tomados de la mano con la ceniza aún
en nuestras cabezas, entera la placenta que nos envuelve
y nos guía a través del sueño.
Porque cuando desaparezcamos no quedará apenas rastro de nosotros, «lo que tuvo su lugar / y lo perdió», como se lee en «La biblioteca del Rey Pescador»: «Acabada la excavación, volvieron taciturnos a su nave, desconocedores de que lo que habían encontrado era un libro que alguien, en otro tiempo, leía con gozo, y al que volvía todas las noches como si cada vez fuese la primera».
Lo más se reducirá, de nuevo Borges, a una sola palabra: «un nombre, uno solo, […] / un nombre que contenga el recuerdo común de lo que somos, / como si fuese un solo hombre / el que se sumerge en el río».
Es incuestionable, por tanto, la importancia que adquieren las influencias de las que se nutre Pablo Bujalance, empezando por la tradición grecolatina en toda su dimensión, filosófica, literaria y mitológica, pasando por Vicente Huidobro y Antonio Machado, y acabando en Jorge Luis Borges y, particularmente, en la colección de cuentos que integran El Aleph. Todo ello fundamenta una poética donde prevalece la búsqueda de la reconciliación del hombre con su humanidad y su fatalidad, la de ser tan solo tiempo. Y para conseguirlo, depliega un pertinente dominio del poema de largo recorrido, en verso o prosa, donde existe una preferencia por la hipotaxis o subordinación, confiriéndole un estilo solemne y ceremonioso a cada composición. Todo ello a partir del procedimiento clásico de la amplificatio por medio de multitud de estructuras bimembres e innumerables enumeraciones en todos sus tipos: paralelísticas, caóticas, perifrásticas, metafóricas… A esto, se añadirán las abundantes recurrencias léxicas que, conjuntamente a lo ya citado, lograrán la progresión temática a lo largo de todo el poemario.
Los relojes de río es, en definitiva, una exégesis de la esencia temporal del hombre como epítome de la humanidad que se repite hasta el infinito a la espera de su propio perdón, que es sumergirnos y dejarse llevar para así, como Asterión aguarda paciente a su redentor, nosotros hacer lo propio: «Por eso esperamos, serenos, a que el río / nos asigne el rostro / que quedará».