Pandemia, Año II
Sí, fue hace ya mucho tiempo, en el año 2020 cuando tuvimos que cambiar nuestra manera de vivir. No, no era la primera vez que sufríamos crisis ni que teníamos problemas pero habíamos vivido con tranquilidad hasta entonces. La vida nos mecía con sus olas de un lado a otro, habíamos tenido suerte y los vientos, más o menos, siempre habían soplado a nuestro favor.
Diez o doce años antes, sin embargo, habíamos sufrido ya un fuerte temporal. Tuvimos que emplearnos a fondo para capear el vendaval y las grandes olas de la crisis financiera del 2008 a golpe de timón y soltar mucho lastre para no naufragar: mudarnos, salir a la búsqueda de nuevos empleos y reinventarnos en lo laboral, trabajar como bestias para tapar los agujeros por los que entraba el agua, empezar de cero a juntar los ahorros perdidos… Fue duro, vaya si lo fue. Se nos curtió la piel y perdimos muchas cosas. Navegamos durante meses entre la incertidumbre total y tuvimos que hacer muchos esfuerzos para mantenernos a flote, reparar el barco y recuperar el rumbo. Un rumbo que, quizá, ya no nos conduciría al paraíso que habíamos soñado pero que nos proporcionaba un placer razonable y cierta tranquilidad. Nuestra idea de la estabilidad y la seguridad cambió mucho desde entonces…
Pero fue en el 2020 cuando, en realidad, todo cambió y tuvimos que inventarnos una nueva forma de vivir y una forma nueva de pensar. Ahora, visto desde aquí, después de tantos años, creo que el siglo XXI realmente empezó ahí. Hay años que están llenos de preguntas y otros que nos traen las respuestas. Para nosotros, y para el mundo entero, las hojas del calendario del 2020 desaparecieron para dibujar un gran signo de interrogación.
Como todos los acontecimientos importantes, especialmente si suceden en mares lejanos, la tormenta empezó sin que se le prestara la debida atención. Bastante tiene uno con estar pendiente de su propia carta de navegación ¿verdad? Desafortunadamente, se tarda en entender que aunque nos inventemos nombres diferentes para los mares y los océanos, están todos conectados entre ellos y el agua es siempre el mismo.
Como siempre pasa con todos los acontecimientos importantes, cuando la marea gigante chocó contra el rompeolas de nuestra realidad, la gente que sobrevivió la primera oleada se pasó meses discutiendo sobre los motivos del desastre y echándose la culpa mutuamente. Hubo un momento en que eso era lo único que se oía en todos los puertos del mundo: gente riñendo, culpando al vecino, criticando a los mandos por haber reaccionado tarde, mal o las dos cosas; quejándose por la falta de información; reprochando a los investigadores su lentitud o negligencia; criticando a las autoridades por las decisiones que tomaban y por las que no, por las que consideraban y por las que descartaban, por los cambios que hacían para intentar adaptarse a un temporal desconocido que nos tenía atónitos y boquiabiertos. Y con tanto barullo, con todo ese ruido, casi no se escuchaba el de los muertos al caer: uno, dos, tres, cuarenta, cincuenta, seiscientos, setecientos, ocho mil, nueve mil, cien mil, doscientos mil, quinientos mil, un millón, un millón y medio, dos millones… Sí, no me mires así. Eso es lo que ocurrió. Lo que pasa es que la gente olvida pronto y a los de vuestra generación no os lo han contado bien, pero ya había más de un millón y medio de muertos a finales de ese 2020 cuando se empezó a hablar del descubrimiento de las primeras vacunas. Sí, hubo muchos muertos. Y, muchos, enterrados en soledad porque ya entonces estaba prohibido juntarse y sus familias no pudieron acompañarlos con los rituales con los que nosotros, nuestros padres, los padres de nuestros padres y antes de ellos, los padres de los padres de nuestros padres, habíamos usado siempre para aliviarnos el corazón de los desgarros que nos trae la muerte.
Hasta eso cambió.
Fue muy difícil para nosotros renunciar al contacto físico, adaptarse a un mundo en el que los apretones de manos, los besos y los abrazos quedaron proscritos. Y no todo el mundo pudo entender que la renuncia significaba, precisamente, un acto de amor a los demás. Que para poder atravesar el temporal y salir con vida teníamos que permanecer todos más unidos que nunca pero, paradójicamente, estando separados y manteniendo las distancias.
Ahora, para ti y para los jóvenes como tú todo es normal. Pero para nosotros no fue fácil entender, ni asumir, ni acostumbrarnos a que la distancia era la manera más segura de mostrar afecto, que el mayor compromiso posible con la sociedad consistía en aislarse, que la mejor manera posible de querer era estar lejos. Date cuenta de que nosotros nos educamos de otra manera. Somos de una época en la que el afecto nacía con el roce de la piel, se construía con caricias, unas encima de otras, y se forjaba con una argamasa de besos y abrazos. En nuestros tiempos, las muestras de cariño se materializaban con naturalidad alargando un brazo y cogiéndose por la cintura; en las celebraciones nos agarrábamos por los hombros cantando y saltando juntos y rodando por el suelo; la aprobación se mostraba con una palmada en la espalda, el amor con las manos entrelazadas por un parque y el sexo intercambiando sudores, susurros, alientos y fluidos. Todo eso hacíamos. Todo era muy distinto. Pero todo cambió en aquel 2020 cuando el mundo entero tuvo que pararse, dejar de interactuar y aprender que para sobrevivir teníamos que vivir guardando las distancias y sin contacto físico.
Hubo mucha gente que no pudo entenderlo. O no pudo soportarlo, no sé. Quizá porque estaban acostumbrados a una vida sin muchas restricciones, quizá porque no eran conscientes del peligro ni de su responsabilidad con los demás. Los que estaban ya mal de la cabeza empeoraron ante los desafíos del momento. Los que nunca habían sabido estar solos, sufrieron hasta enloquecer. Muchos, aterrados por el cambio y aferrados a sus costumbres, insistían en mantener su rutina como si nada pasase, otros hacían fiestas clandestinas porque eran incapaces de interrumpir su vida social o encontrar otras formas de ocio, muchos salieron a la calle a protestar en manifestaciones masivas enarbolando pancartas en las que reclamaban su libertad individual. Sin saber qué hacer con la desesperación y el desconcierto y errando el tiro de su frustración al no poder dar más abrazos. Sí, así de perdido anda uno en las grandes tormentas cuando las brújulas ya no sirven de nada.
Hubo también mucha gente que lo entendió perfectamente pero para quien la renuncia al contacto físico era un suicidio laboral y económico. Por aquel entonces no era como ahora: mucha gente no podía trabajar sin salir a la calle, sin acercarse a los demás, sin estar en contacto directo tocando a los otros. La vida les puso en una encrucijada imposible: arriesgarse a la enfermedad y romper la ley si salían a trabajar para ganarse el pan de cada día. O morirse de hambre y no poder alimentar a los suyos si se quedaban en casa. Esa es la gente que sufrió más. No tenían opción posible. Nosotros, al fin y al cabo, pudimos mantenernos en el lado privilegiado de las cosas.
“Recuérdame por qué seguimos viviendo en el centro de la ciudad —me dijo mi pareja sacando las maletas del armario y empezando a empaquetar todas nuestras cosas—. Por el mismo dinero de este alquiler encontramos algo más grande y con jardín en cualquier lugar. Si el mundo se viene abajo, al menos quiero tener mejores vistas”. Menos mal que fuimos de los primeros en marcharnos. Los buscadores de negocio, siempre rápidos para aprovecharse de la necesidad ajena y que siempre medran en cualquier crisis, no tardaron en darle la vuelta a las cosas, comprar pueblos abandonados a precio de saldo y revenderlos a precio de oro a los que queríamos emigrar de unas ciudades con aire fantasmagórico: hoteles vacíos, algunos reconvertidos en hospitales otros en albergues para gente sin techo; negocios clausurados, tiendas quebradas y abandonadas, apartamentos y oficinas vacías, aceras desiertas… “La ciudad recuperará su esplendor”, protesté yo. “No —respondió con total seguridad—. No lo hará. Nos vamos”.
Desde entonces vivimos aquí. Ya nos habíamos instalado en esta isla cuando comenzó la guerra de las vacunas. De nuevo, todo ocurrió con la naturalidad y la rapidez invisible con la que se erosionan las montañas. Cada día avanzando un milímetro, impulsadas por una declaración, un acto o una omisión, hasta que chocaron las placas tectónicas que siempre han dominado y dirigido el mundo: el miedo, la ambición y el poder. La guerra provocó las alianzas más extrañas que se habían visto nunca. Con los países ya enfrentados entre ellos y cada uno fragmentado internamente por multitud de conflictos, el mundo terminó dividiéndose en dos grandes grupos que no distinguía nacionalidades, religión o etnia: los que llevaban mascarilla y los que no. Los que querían vacunarse y los que no. La coexistencia entre los dos grupos se hizo imposible y estalló la violencia por todos lados.
Nosotros nos sentíamos seguros en nuestra isla desierta. Nos manteníamos conectados con el mundo a través de las pantallas de nuestros ordenadores, viendo con incredulidad y estupefacción la velocidad de los adelantos de la tecnología. Cada actualización de los programas que usábamos y que se descargaban automáticamente en nuestros aparatos nos sorprendía con algo que habíamos creído imposible hasta entonces. Todo lo virtual era más atractivo y casi más real que la propia realidad. El desarrollo de las compras online y los avances en la logística de distribución a base de drones nos mantuvo siempre bien suministrados y la telemedicina nos ha permitido estar sanos. La prudencia (o quizá fue el miedo, quién sabe, es difícil distinguir porque son sentimientos que se parecen mucho); la prudencia, decía, nos hizo amarrar el barco por un tiempo y al final, poco a poco, dejamos de navegar definitivamente. Aún lo tengo amarrado ahí detrás y a veces lo miro con melancolía pero, te debo confesar, ya no invierto tiempo en pintarlo con esmero ni en mantenerlo a punto como hacía hace unos años cuando aún me daban zarpazos de nostalgia.
Para cuando nos llegaron nuestras dosis de vacunas, ya estábamos totalmente acostumbrado a nuestro aislamiento. Veíamos en las noticias que la vida urbana continuaba siendo muy difícil y las ciudades seguían degradándose sin remedio; que la gente seguía peleando, que el virus seguía mutando y desarrollándose a gran velocidad, convirtiendo en obsoleta y prácticamente inútil hoy, la vacuna con la que soñábamos ayer. Así que aquí nos quedamos y aquí seguimos desde entonces. Son ya muchos años. Esta terminó siendo nuestra nueva normalidad, una realidad invertida: aislados y sin contacto físico con nadie, pero en contacto digital con todo el mundo. A salvo en esta pequeña isla rocosa en mitad de la nada que, sin embargo, se vuelve infinita y no tiene fronteras siempre que no falle la conexión a internet. Con una vida virtual a través de las pantallas que, paradójicamente, nos resulta más importante y sustancial que la rutinaria cotidianeidad que tenemos aquí en la isla.
¿Sabes? La vida siempre continúa. De otra forma y con otra gente pero continúa. Siempre lo hace hasta que, para algunos, deja de hacerlo. Somos viejos y sabemos que pronto nos llegará nuestro turno. No digo que nosotros lo hiciéramos bien. Quién sabe. Lo hicimos lo mejor que pudimos, navegamos lo mejor que supimos. Pero a veces me parece un contrasentido que nuestro compromiso social de entonces para mantener la distancia y no propagar el virus haya resultado en este extraño aislamiento de ahora.
Ya es de noche aquí y me estoy quedando sin batería. No el ordenador (este modelo trae ya baterías eternas que se auto-recargan con el propio uso, ¿increíble, verdad? ¡Ya no hace falta ni enchufarlos!) sino yo. La gente de mi edad nos cansamos más y necesitamos dormir mucho. No sé si te será suficiente toda esta información. Si quieres, podemos volver a conectarnos mañana y seguimos hablando. Te agradezco mucho que te hayas contactado conmigo y el interés por conocer nuestra historia. Espero que te sirva para tu proyecto. Un saludo. Me desconecto.