‘Los herederos del opio’, de Josep Prat

Los herederos del opio

Josep Prat

Península

Barcelona, 2021

286 páginas

 

Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca

Viajar puede estar convirtiéndose en una maldición: se ha sacralizado al acto de desplazar el cuerpo y colgar una foto sonriendo, siempre sonriendo, aunque el telón de fondo sea el campo de exterminio de Auschwitz. Uno viaja para descubrir o descubrirse, para sentir o para sentirse, para dejarse sorprender, para enamorarse en el sentido en que entendía el enamoramiento Aristóteles, quien sostenía que al enamorado se le incrementaba la sensibilidad, sentía todo con mayor ardor. Encontrar que los demás no comparten esa alma, es una auténtica declaración de decadencia: si uno no viaja para sentir cómo le afecta el viaje, lo hará para presumir, lo hará por una versión moderna de la avaricia. Y el viaje por codicia afecta más al lugar y a las personas a las que uno viaja, que al viajero. Él se encontrará en un territorio sentimental inmóvil. Pero ellos, se verán en la tesitura de dejarse vencer para seguir existiendo, o permanecer como eran para seguir siendo. Y uno no puede ser si no existe. Ese anhelo, esa impresión de que o se llega demasiado o uno tiene que buscar lo más remoto, está presente en este libro, Los herederos del opio, escrito por un periodista joven con una sorprendente solvencia para la literatura de viajes.

Josep Prat (Sabadell, 1993) sabe encontrar el afán del destino, sus particularidades, sabe mantener el pulso del interés, eliminando lo que no afectará al lector; sabe invocar a la tristeza como telón de fondo y a la aventura -el tipo de aventura que podríamos tener nosotros, que no alcanzaremos jamás la cumbre de una montaña de ocho mil metros ni nos sumergiremos en la fosa de las Marianas- representarla en primer plano; sabe encontrarse con gente cuya crónica merece la pena y mantenerse detrás de la persona para no figurar como sujeto demasiado valiente. El libro es consistente y nos habla de la dualidad. Prat ha recorrido el sudeste asiático, como corresponsal y como mochilero, y nos habla de los días en que se aleja de rutas convencionales para adentrarse en aldeas más remotas. Viaja por Laos, baja unos días a Camboya y luego se marcha al norte de Vietnam. Y de todos los lugares nos habla intentando reflejar la dualidad que afecta a la vida de la calle y a la educación sentimental: es complicadísimo, sino imposible, conciliar tradición y ciertas formas de gobierno, y también las costumbres cotidianas en un mundo que te ofrece cantos de sirena con forma de nueva tecnología.

Así Prat se va preguntando qué es la revolución, o qué fue de ella, si es que la hubo o la hay. Y para ello se acerca a perdedores, como todo buen periodista, y busca la dignidad de la derrota. En las regiones por las que pasea, no faltará nada de ello, como consecuencia, mayormente, de las guerras del siglo XX. Buscará la pista de guerrilleros ocultos, de naciones sin Estado, de conflictos, de tipos que son especiales a su pesar o con devoción por serlo y, por supuesto, nos hablará de la gente normal, de la gente. Todo con ciertas dosis de maldición hacia un occidente que no deja de afectar de una manera más o menos sibilina -en ocasiones con gritos que aturden- a la transición de esos países, de esas aldeas, hacia lo que no conseguiremos definir hasta que no sea pasado. Y aun así, tal vez sigamos ignorando en qué lo transformamos, porque se impondrá el anhelo de haber conocido lo que pudo haber sido.

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