‘Sueños de Bunker Hill’, de John Fante

ANDRÉS G. MUGLIA.

En la célebre saga de las novelas más conocidas de John Fante, en las que se narran las experiencias de su alter ego Arturo Bandini, Sueños de Bunker Hill ocupa, cronológicamente hablando, el tercer lugar. La primera es Espera la primavera Bandini, novela inaugural de Fante que rebosa debut por los cuatro costados y que no tiene mucho que ver con el resto de la saga. Sí posee el perfil autobiográfico descarnado de las otras novelas, pero en un momento de la vida de Fante-Bandini donde asomarse no provoca el menor interés.

El crecimiento de Fante en una familia de inmigrantes italianos muy pobres, en un pueblo pequeño del medio oeste de los EE.UU., nos regala una descripción prolija y aburrida de todo el odio que Fante-Bandini profesaba por su entorno y su padre; una suerte de Carta al padre de Kafka, ampliada y hecha novela. Razón de más para no incluir este libro inaugural, del que el propio Fante renegaba, como una de sus obras destacadas.

Siguiendo esa secuencia, Pregúntale al polvo, su obra más conocida y segunda de la saga Bandini, encuentra un Fante con un estilo asentado, que sigue teniendo visos de tragedia pero con un tono irónico y un toque de humor que se extraña en Espera la primavera Bandini. Para Sueños de Bunker Hill ese estilo ya es una completa marca registrada de Fante que el lector reconoce con placer. Sueños de Bunker Hill es una continuación en toda regla de Pregúntale al polvo, con un Arturo Bandini que deja un poco el cascarón de chico-escritor-genio-debutante que busca su destino, para mostrar un personaje con más confianza en sí mismo, sólido para aventuras más interesante que pasar hambre o una historia de amor desgraciado con una mesera, ejes de Pregúntale al polvo.

En esta tercera entrega Bandini es un autor editado (ya publicó una novela), y recibe algunos encargos que lo ponen en mejor situación económica. Luego de trabajar como corrector de estilo para un editor delirante que ama a los gatos y deja que reinen en su oficina; conoce a una chica rica con la que comete todas las torpezas que se puedan imaginar. En una memorable escena la testosterona desbordada de Bandini echa todo a perder de un modo que hace que el lector se retuerza de risa y lástima a la vez.

Bandini sigue su derrotero a través de Los Ángeles de los años ´40 y consigue un trabajo como guionista en un estudio de Hollywood. Tiene su propia oficina, una secretaria bella y antipática, un sueldo fabuloso para sus humildes ambiciones, pero ningún trabajo. Su empleador le dice que “conozca el ambiente”, que “se mezcle” y lo obliga a conservarse en las gateras como un brillante suplente al que puede acudir en cualquier momento. Pero Bandini es un escritor joven, un pura sangre que se muere por demostrar su talento y el permanente spleen al que lo somete este trabajo que consiste en no hacer nada, más que ir a cobrar jugosos cheques al banco, comienza a erosionarlo poco a poco.

Frank Edgington, un guionista algo mayor del que se hace amigo, lo espeta a que reflexione: muchos otros escritores querrían estar en su lugar, nada de trabajo y una paga excelente. Por un tiempo Bandini se aplica en adoptar la filosofía de su amigo, se relaja y disfruta en su compañía de los buenos restaurantes o de los oscuros bares, además de conocer a muchas estrellas de la pantalla y guionistas importantes.

Después de un guión fallido al que se aplica durante semanas y cuando la desesperación está por hacerlo explotar, le proponen una colaboración con una antigua guionista, Velda van der Zee. Una alcohólica sexagenaria que solamente habla de las estrellas que ha conocido en Hollywood, a las cuales mezcla en grandes escenas de fábula que jamás ocurrieron. Bandini se da cuenta de que es incapaz de trabajar con Velda. Se reúne con ella día tras día en su gran mansión, solo para tomar cocteles y escuchar las interminables historias de la madura guionista sin poder escribir una sola línea.

Harto de todo, finalmente logra que lo echen de su trabajo a través de escenas llenas del estilo Fante y del sello entre trágico y cómico de Bandini. Se pelea con Edgington y con sus ahorros alquila una chabola de pescadores al borde del Pacífico, en una zona humilde cercana a Los Ángeles, para dedicarse allí de lleno a la escritura. Aquí la novela desbarranca definitivamente y se desliza por un ambiente insólito, que si estuviéramos escribiendo sobre cine se identificaría fácilmente con el de Federico Fellini en Amarcord. En su pobre casucha Bandini es incapaz de escribir y pasa sus días indolentemente haraganeando por la playa. Una mañana llega a la casa contigua a la suya un auto de lujo con un escudo nobiliario pintado en la puerta, que arrastra un remolque de dos ruedas. De él baja el “Duque de Cerdeña”, un luchador italiano del floreciente ambiente del catch.

La relación de Bandini con el Duque es extraña y surrealista. Observa al amenazante luchador ir y venir todo el día por la playa desierta arrastrando a mano el remolque que ha traído, no sin antes cargarlo de arena. Habla con él cuando el otro irrumpe sin llamar en su casa, e incluso le vende poemas que compone en el momento, para que el otro le envíe a su novia.

En Los Ángeles, en los estudios de Hollywood, en su casa de pescadores; en compañía de Edginton, de Velda van der Zeer o del insólito Duque de Cerdeña, Bandini siempre se muestra y se comporta como un pez afuera del agua. Ningún ambiente, ningún elemento, ningún paisaje ni ninguna compañía, tenga las características que tenga, lo encuentran cómodo; no ya feliz, que sería demasiado pedir para el desventurado Arturo. Y esa incomodidad se transmite al lector, que siente una automática empatía con Bandini, aunque su conducta por momentos sea completamente ilógica o le produzca rechazo.

Porque Bandini no es un campeón de la ética, ni un ejemplo a seguir, ni mucho menos un joven que cae simpático a la gente; Bandini es Bandini, genial, tortuoso, patético y siempre perdiendo ante el mundo. Pero perdiendo en sus propios términos, lo cual, si bien puede sonar a triunfo pírrico, lo es al menos de algún género. Quien simpatice con el pobre Bandini y disfrute de sus peripecias, encontrará en Sueños de Bunker Hill una buena dosis de sus inagotables fracasos.

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