La vara del zahorí

El hijo del anarquista

José Luis Trullo.- Estos días en los que ha vuelto a salir a la palestra -por enésima vez, asociado a episodios de violencia callejera- el término anarquista, me gustaría confesar algo: yo soy hijo de anarquista. Y no de simpatías libertarias, no, sino militante de base de la CNT en plena Transición política. Mi padre, metalúrgico de la SEAT (en cuya escuela de aprendices ingresó tras haber tenido que abandonar los estudios con diez años para irse a cuidar vacas al Pirineo),  abandonó el PSC decepcionado por la decisión de los socialistas de firmar los Pactos de la Moncloa: para él, constituía una «traición a la clase obrera», de modo que pasó a engrosar las filas de un sindicato que no creía en la participación política, sino en la autogestión. Corría el año 77 y recuerdo perfectamente cómo le ayudaba, a mis diez años, a preparar sus mítines mientras escuchábamos una cinta que llamaba, a voz en grito, a las barricadas, o le veía absorto en la lectura de la biografía de Durruti. Lecciones de anarquismo, pues, a mí pocas.

Si refiero todo esto no es por presumir de antecedentes -cada cual es hijo de sus propios actos-, sino para romper una lanza en contra (¡no a favor!) de los gamberros y saqueadores que, en fecha reciente, han sembrado el caos en varias ciudades españolas, y en especial en las calles de la que fue llamada ciutat cremada, Barcelona, por los múltiples actos de sabotaje y terrorista protagonizados por anarquistas. Estos mamarrachos oportunistas, que aprovechan una protesta multitudinaria para destrozar mobiliario urbano y robar artículos de lujo en comercios, nada tienen de anarquistas: son chusma humana. ¿Qué en qué me baso para verter tan rotunda afirmación? En lo que me enseñó mi padre anarquista, de viva voz.

Para mi padre, la regla de oro era, literalmente, la de que «tu libertad acaba donde empieza la de los demás». ¿Por qué? Porque, como buen libertario, creía que el individuo es el único dueño de sus actos (ya saben, «ni Dios, ni amo»): nadie es mejor que nadie, por lo tanto es preciso rechazar las clases sociales, sí, pero también superar el instinto gregario y cierta propensión atávica a escurrir el bulto poniendo el propio destino en manos ajenas. Si existen empresarios explotadores es porque hay demasiadas personas que prefieren «pedir» trabajo que organizarse con sus semejantes en proyectos autogestionarios. Por eso los anarquistas se oponían, aparte de a los propietarios de los medios de producción, también a la devoción comunista por el Estado: porque éste, en realidad, no es más que una resurrección de las peores formas de opresión del hombre por el hombre, eso sí, en nombre de la igualdad y la fraternidad, ¡faltaría más!

De aquella lección esencial, casi aforística, que recibí durante mi infancia ha quedado un rastro indeleble durante toda mi vida. Pero no me he puesto delante del teclado para hablar de mí, sino para defender ese concepto de anarquía que me enseñó mi padre, el cual pasaba (quizás, ingenuamente), no por perpetuar la espiral de la violencia, sino por promover el respeto mutuo entre las personas y, sobre todo, por concebir formas propias de estar en el mundo, sin empleados ni empleadores; de hecho, en su momento mi padre rechazó la propuesta de ser ascendido a encargado de sección pues, como recordaría Pessoa en otro contexto, tan esclavo es quien da órdenes como quien las recibe. La auténtica anarquía pasa por combatir, desde luego, la acumulación del capital en las manos de unos pocos, mediante la creación de riqueza por parte de todos y cada uno, pero también por abatir el mito del Estado providencial que a todos cuida y a todos castiga, impulsando iniciativas autogestionarias en las cuales se materialice la solidaridad como una forma de cooperación constructiva entre seres libres e iguales. Nada que ver, pues, con los alborotos incívicos de los últimos días, que si algo demuestran, es la depauperación de ciertas luchas a manos de ciertas estrategias desviadas que, al final, acaban haciéndole el juego al enemigo.

One thought on “El hijo del anarquista

  • El sistema demoniza la palabra anarquía como otras que no conviene remover en el pensamiento y la acción. Es la manipulación implacable de los medios de comunicación, y allí el anarquismo es una estrella, una superstar que abatir porque se desconoce profundamente su historia. Muchas gracias por este artículo.

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