‘Javiera’, de César Mundaca

CÉSAR MUNDACA.

¿Quieren saber la verdad? Ya, pues. Ahí voy, con todo: todavía amo a Javiera. El apretón en mi pecho no miente. Todavía amo a aquella niña austral, aquella canoa a la deriva, aquella muchacha rosácea, aquella fiera mapocha que conocí, por mera casualidad, en la oscurecida calle Manuel Miota. Todavía la adoro, todavía percibo su envolvente aroma, todavía la extraño cuando nombran a su país en los noticieros. Ganas no me faltan de escribirle. Sin embargo, a los segundos, la razón zapatea mi encéfalo y me saca al fresco, interpelándome: ¡¿Para qué vas a hacer eso?!

Intuyo que estará gozando de la biodiversidad de nuestra América. O a lo mejor está alcoholizándose en la terraza de un hostel paisa. Preciosa mochilera de mí estrepitoso corazón. Contestataria de la vida convencional, traviesa con los hombres rudimentarios, volátil, emocionalmente frágil, bastante frágil. Quiero volver a tomar su rostro con mis ásperas manos, quiero besarle hasta la úvula, quiero volver a coger su vientre bajo las gotas de rocío. Pero eso, es imposible.

Rememoro su disfrute del mundo rural. Yo, en cambio, me inclinaba más por la diversión sobre el asfalto. Asimismo, el temperamento de ambos se hallaba casi en las antípodas. El resto es una historia frustrante, dolorosa, escandalosamente injusta. Sollozo evocando su acento, sus modismos, sus juguetones ojos claros, la suavidad de sus mejillas, su espíritu adrenalínico. Así recuerdo a Javiera. Se los digo con la nariz tupida y el alma rajada.

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