“El monstruo de las galletas”, de Sandro Luna
Por Jorge de Arco.
Con la publicación de El monstruo de las galletas (Hiperión. Madrid, 2020), Sandro Luna suma su quinto poemario. Galardonado con el premio internacional “Jaén”, su quehacer vuelve a ser reconocido como ya lo hiciera anteriormente con ¿Estamos todos muertos? (premio “Arcipreste de Hita”, 2010) y Eva tendiendo la ropa (premio “Antonio Oliver Belmás”, 2015). Tras éstos, vieron la luz, Casa sin lugar (2018) y la plaquette Fuego de San Telmo (2020).
En esta nueva entrega, el poeta hospitalense (1978) hace de su decir presencia viva, habitable cotidianeidad en la que tiene cabida un lector atento y cómplice al temblor de su palabra. Porque todos los tiempos, desde el bordón del periodo clásico hasta el propio centellear de lo vigente, se tornan materia tratable y cercana. Al cabo, su intención es hacer ver que todo aquello que fue pretérito o es hoy, está pasando siempre en el poema. O lo que es lo mismo, lo quebradizo o lo sólido que habita en el interior de lo dicho tiene la duración de lo sucesivo: “La vida no es el pulso, / ni la muerte. / Es la respiración. / Yo le digo a mi hija que el aire no se coge, / porque es ofrecimiento, / y que la luz se da y nos recibe / en la misma medida / en que nosotros damos lo que es nuestro”.
Sandro Luna sabe bien cómo sustentar el lenguaje a través de un verso muy bien medido, donde el encantamiento de su representación no deshace lo expuesto, sino que lo intensifica y lo redime tornándolo más verdadero. El anhelo y la desesperanza, la resignación y la rebeldía, la dicha y las sombras, asoman también por entre estas páginas. Y en ese juego de contrarios hay un yo enfrentado a lo palpable y a lo inasible, a los elementos comunes y extraordinarios que giran en derredor de su contemporaneidad.
Hay, a su vez, un doble requerimiento de ánima y vida, una querencia enhebrada a un vívido deseo de permanecer que encierra un tanto de mística. Al cabo, es por amor, más que por temor, ese ansia de sobrevivir prendido a la belleza, de no ser postrer silencio, antesala de lo que se ha poseído y ya no será: “En esta arena está lo que más amo, / lo que me da más miedo, / ese sitio al que llegas sólo huyendo / y al que sólo, al huir puedes llegar. / Y me he quedado allí / convertido en estatua…”.
Treinta y seis poemas integran este cántico unitario, profundo, en el que el ámbito de lo paterno filial sirve de nexo a mucho de lo expuesto. Un diálogo que tiende hilos dulces y amargos, que brota del duermevela de tantas deshoras de entrega y sacrificio, y va espigando alegrías y derrotas con un mismo nombre muy adentro.
Porque sucede, en ocasiones, que la incertidumbre se convierte en ese azote de un eterno viento y todo lo desordena y lo hace ciego reflejo. Y hasta esa luz a la que el ser humano puede aspirar es la propicia para intentar alzarse, prenderse de ella, y reescribir la certidumbre de la existencia. Y de la poesía bien dicha: “Mi hija duerme así, / en esa afirmación: / se apaga muy despacio hasta que asiente. / Mi corazón / que es suyo, / no atiende ya a razones / y se adentra / en la raíz del árbol y en sus hojas. / La escucho y participo / de su callada suerte / y en su respiración desparezco. / Es hermoso temblar, / así de cerca”.