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Sean Connery, Christopher Plummer y “El hombre que pudo reinar”

Por Gerardo Gonzalo.

En un intervalo de apenas tres meses, han fallecido dos de los más grandes actores de esa generación intermedia que hay entre las estrellas del cine clásico y los intérpretes contemporáneos, Sean Connery y Christopher Plummer.

Mucho se ha escrito sobre ellos y son incontables las películas en las que han participado. Sin embargo hay un detalle, una curiosidad, que les conecta y que muchos han pasado por alto. A pesar de su extensa filmografía, solo coincidieron en una película y casualmente, esta ha concitado la casi unanimidad, en cada uno de sus respectivos obituarios, a la hora de considerarla como la mejor película de cada uno. De ahí que me permita hacerles este pequeño homenaje, hablando de esa cinta, ese clásico indiscutible del cine que protagonizaron junto a Michael Caine y que es El hombre que pudo reinar (John Huston, 1975).

La película, basada en una obra de Rudyard Kipling, narra la historia de dos aventureros en la India colonial de finales del siglo XIX, que deciden hacer fortuna viajando al remoto reino de Kafiristán, con el propio escritor como testigo de sus planes.

Se trata de una película de aventuras en mayúsculas, que engarza con clásicos del cine como Gunga Din (George Stevens, 1939), también basado en un relato de Kipling, o Beau Geste (William A.Wellman, 1939), para acabar emparentando con el mejor cine de David Lean. Su director, John Huston, uno de los grandes, ya se había embarcado en películas de este tipo donde la aventura, la amistad, las relaciones humanas, la búsqueda obsesiva de un fin y el viaje a lugares remotos, eran elementos fundamentales como en El tesoro de Sierra Madre (1948), La reina de África (1951) o Moby Dick (1956).

Los protagonistas, Caine y Connery, son dos pícaros capaces de engañar a cualquiera salvo el uno al otro. Ambos encarnan un sentimiento de amistad inquebrantable y un afán por buscar la grandeza y la aventura como forma de vida, enfrentada a la mediocridad y la rutina. Sirva de ejemplo de ese espíritu este diálogo entre ellos:

—   En tu opinión ¿Hemos desaprovechado nuestra vida?

—   Bueno, depende de cómo se mire. El mundo no es mejor gracias a nosotros.

—   Ni por asomo.

—   Nadie va a llorar nuestra muerte.

—   ¿Y quién quiere eso?

—   Y no hemos hecho muchas obras buenas.

—   Ninguna de la que podamos presumir.

—   ¿Pero, cuántos han estado donde hemos estado y visto lo que hemos visto?

—   Muy pocos, eso está claro.

—   No me cambiaría, ni siquiera por el virrey, si tuviera que olvidar mis recuerdos.

—   Yo tampoco.

Se trata de una aventura alucinante y remota, que transmite la emoción de quienes acceden a un territorio en el que nunca ha llegado la civilización occidental, con un mundo nuevo que se nos descubre a la vez que a los protagonistas y que nos embarca, junto a ellos, hacia el abismo de lo inexplorado y lo desconocido

Tradiciones ancestrales, religión, ritos salvajes y algunas dosis de buena suerte hasta casi el final, acompañan a una pareja de amigos, que a cambio y para llegar a su objetivo, son capaces de renunciar solemnemente a los dos mayores tesoros que puede tener un hombre de la época, el alcohol y las mujeres. Esto además, incide directamente sobre el tono de la historia, que al focalizarse sobre la aventura en sí, sin adentrarse en subtramas o meandros narrativos, pone toda su atención en la propia esencia de la aventura, sin disfraz ni distracción alguna, donde explorar, viajar y llegar a un objetivo es la única trama posible. Una forma de contar la historia que  cuando era niño agradecía, ya que recuerdo que entonces, cuando veía un western o una película de aventuras clásica en la tele, siempre me quejaba a mis padres en cuanto aparecía una chica. Sabía que esa aparición, suponía que en un momento determinado de la historia, iba a dejar de haber tiros, batallas o peleas porque el protagonista acabaría enamorado de esa chica y parte de la peli se detendría en esa relación, privándome de un buen número de minutos de mamporros, luchas o disparos, que a mi yo niño, era lo que realmente le gustaba.

En parte por esto, el ritmo de la película no decae en ningún momento. En forma de flashback, se nos cuenta una aventura de la cual es testigo accidental en su génesis el propio Kypling, que se encuentra por la vía de la picaresca, con un carismático y pillo encantador, Michael Caine y su compinche, Sean Connery, locos y soñadores a partes iguales y aventureros en una época donde ya se otea el final de las grandes exploraciones. Ambos espléndidos y con unas interpretaciones muy carismáticas, a la que da un contrapunto el más contenido, pero absolutamente verosímil y lleno de personalidad, Christopher Plummer en el papel del escritor.

Junto a todo esto, escenas de acción, grandes paisajes, batallas, diálogos brillantes, algo de etnografía, un elegante e irónico sentido del humor y un poso de honda emoción final que nos congela la sonrisa.

Pero quizás, desde el punto de vista cinéfilo, la sensación más profunda que me provoca, es ese aroma de final de época de un determinado tipo de cine. Podríamos decir que es la última película de aventuras según los estándares clásicos del género. Tras esta, llegará otro tipo de estética y narrativa y surgirán obras como Indiana Jones o Star Wars, que en adelante y hasta nuestros días, conformarán el canon de este género.

Un film que encajaría en ese dicho que muchas veces utilizan generaciones  antiguas de cinéfilos “Una peli de las que hoy no se hacen”. Eso es El hombre que pudo reinar, una aventura atemporal, donde la vida corre de una manera diferente y que como se dice en un momento de la historia, transcurrió “Hace tres veranos y un millar de años”.

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