It’s a Sin
Por Gerardo Gonzalo.
HBO acaba de estrenar la última ficción televisiva de Russell T. Davies, It’s a Sin. Una miniserie de 5 episodios, que es la crónica de un grupo de amigos en el Londres de los ochenta, inmersos en el contexto del mundo gay y los primeros tiempos del SIDA.
Me anticipo ya, diciendo que probablemente nos encontramos ante la primera gran serie de 2021. Una obra emocionante y extraordinariamente interpretada, capaz de transportarnos a un momento concreto del pasado de una manera rotunda y fiel. Profunda, flirtea en muchos momentos con el melodrama, pero sin abandonar una luminosidad siempre presente, que se alza como sello de identidad de la serie.
Russell T. Davies ya nos emocionó y entusiasmó a partes iguales, con esa joya que es Years and Years (2019), donde desde una mirada actual, nos transportaba a un futuro inmediato, en clave de crónica social y costumbrista. Una propuesta estimulante, conformada por un retablo de personajes tratados de forma espléndida y plagada de grandes momentos que nos llevaban por un carrusel de emociones.
En esta ocasión y siguiendo un esquema parecido, en vez de proyectar una mirada al futuro más inmediato It’s a Sin, lo hace sobre un pasado cercano, que muchos aún recordamos y que nos traslada a un mundo de apertura y diversión, que eclosionó con una enfermedad que se llevó a muchos de sus protagonistas. Eso es la serie, la crónica del ansia de libertad, de la diversión y la felicidad encontradas, pero también de cómo todo ello fue abruptamente cercenado por la crueldad de un virus, que como una maldición divina, parecía dirigirse a aquellos que no se ceñían a la moral y conductas establecidas.
La emoción en esta serie se despliega desde su inicio. Fundamentalmente, porque como espectadores, a diferencia de los personajes, sí sabemos lo que va a pasar y lo que les va a suceder. De ahí que asistamos estremecidos a como un grupo de jóvenes van directos a una sombra acechante que ignoran, que empieza a emerger como un rumor remoto y que finalmente cubre y oscurece sus vidas.
La trama se centra especialmente en cuatro chicos y en la amiga común de todos ellos. Cuatro personajes especiales, procedentes de estratos sociales más o menos cerrados o conservadores, que consiguen reivindicar su libertad y el derecho a ser lo que son, en esa Babilonia luminosa, que era el Londres de los ochenta. Soñadores, felices y despreocupados veinteañeros, que solo querían encontrar la felicidad, pasárselo bien y ser ellos mismos.
Pero como he dicho, casi desde el inicio atisbamos lo que va a ocurrir y sabemos lo efímero que va a ser todo. La única incertidumbre es saber cómo será el final de cada uno y si alguno se salvará. Es ahí, cuando la percepción de la realidad hedonista de estos jóvenes, choca con esa guadaña cruel e implacable, que poco a poco les atenaza y ante la que cada uno responde de forma diferente, pero la mayoría de las veces con el punto común del aislamiento y la vergüenza familiar.
La serie no solo nos muestra la enfermedad, su transmisión y sus efectos sobre una comunidad concreta, es también la crónica del miedo y la desinformación en unos tiempos en los que tener el virus era una sentencia de muerte segura y donde rozarte con alguien que la tuviese se consideraba un contagio mortal. Una época también donde los padres enterraban a sus hijos, descubriendo lo poco que les conocían realmente.
Pero la serie es también una crónica de los ochenta, donde no había móviles y hablar por teléfono o tenerlo en casa y comunicarse con alguien era un acto complejo, que al mismo tiempo te permitía llevar una vida ajena a tu familia sin dejar rastro de lo que hacías. Una sociedad donde la información empezaba en oscuros rumores y en la que para informarse o documentarse sobre lo que estaba sucediendo, había que viajar al extranjero o acudir a publicaciones alternativas.
Son muchas las ficciones que han tratado esta temática, aunque en mi opinión dos sobresalen especialmente. Por un lado Philadelphia (Jonathan Demme, 1993), una obra que a pesar de los años transcurridos emerge aún hoy como referente de buen cine y ejemplo vigente de los primeros tiempos del SIDA. Por otro lado, la francesa 120 pulsaciones por minuto (Robin Campillo, 2017), crónica también colectiva que complementa a It´s a sin por el ámbito del activismo y con la que comparte cierto tono audaz y libertario.
Ya en el ámbito más concreto de la serie, como ficción televisiva, aparte de la historia y su carga real y emocional, toda ella está sustentada por unos personajes y unas interpretaciones que rezuman verdad y transmiten sensibilidad y vitalidad. De ahí que hablar de ella sea imposible sin hablar de algunos de sus protagonistas.
En primer lugar y aunque sea una obra coral, es difícil sustraerse al carisma de quien podemos considerar el protagonista. Olly Alexander, cantante del grupo de música Years & Years y que hace su primer gran papel encarnando a Richie Tozar, un joven procedente de lo que podríamos llamar la Inglaterra más remota y profunda (la Isla de Wight) en una interpretación llena de frescura, autenticidad y espontaneidad. Su personalidad lo llena todo, encarnando a alguien que quiere beberse la vida, disfrutar, ser feliz y ser uno mismo.
También especial me resulta la actuación de Omari Douglas, como Roscoe Babatunde, que interpreta al joven de origen africano. Rechazado por su familia, es el más claro al enfrentarse contra quien le juzgue y quien rezuma más agresividad en defensa de su forma de vida. Frente al resto, él no se esconde, no quiere pasar desapercibido, quiere llevar su sexualidad y forma de vida ante todos.
Enternecedor, por otra parte, es el retrato que Callum Scott Howells hace de Colin, un chico introvertido, educado y encantador que busca la aceptación y la consigue en este grupo tan distinto a él, que le acoge como un hermano pequeño al que proteger.
Por último, quiero detenerme en la amiga de todos ellos, Jill. Interpretada por Lydia West, si existiera un premio a la encarnación de la amistad en la ficción, habría que dárselo a ella por este papel. Un apoyo permanente para todo el grupo, sin dobleces, emociona la sensibilidad y predisposición con que afronta un drama que ella asume como propio y al que pretende combatir con sensatez. Una interpretación conmovedora de alguien a quien desearías tener como amiga.
Pero tampoco puedo dejar pasar a algunos secundarios de lujo como Neil Patrick Harris, sobrio y espléndido como esa primera víctima que nos pone sobre aviso y por supuesto el gran Stephen Fry, que parece cerrar aquí el círculo que abrió hace ya 30 años, cuando en el final de Los amigos de Peter (Kenneth Branagh, 1991) su personaje comunica que tiene SIDA. Una película esta, que también entroncaría con It’s a Sin, como reunión lúdica con final trágico de fondo y un uso de la banda sonora para contextualizar una época.
En resumen, Rusell T. Davies ha creado una serie que nos habla de vidas llevada al extremo, con finales crueles. Todo un retablo de situaciones estremecedoras, pero contadas con una luminosidad de fondo que hace que al mismo tiempo que se te humedecen los ojos, una sonrisa surque tus labios. Una historia de algo que ocurrió, la historia de unos chicos que querían comerse el mundo, pero fue el mundo el que se los tragó, en forma de cruel enfermedad que les llevó a la categoría de apestados o desviados que merecían ese final. Vidas cortas, pero intensas, vidas breves pero más vividas que otras muchas más longevas. Y por supuesto muerte, pero una muerte luminosa del que ha vivido la vida como realmente ha querido.