Cultura y DeporteMás cultura

Ajedrez y literatura (II): El traje nuevo del emperador

Si hace algunos meses comentamos en esta serie discontinua de artículos la leyenda o apólogo del sabio Sissa, que narra el nacimiento (literario) del ajedrez, dejamos en el tintero el otro relato popular asociado a los orígenes del juego. Este explica el sobrenombre de uno de los dos desenlaces más abruptos posibles en una partida, el mate del pastor, lance con el que todo aficionado habrá ganado o perdido más de una partida en sus comienzos. La historia dice así:

Un rey de cierta zona del Oriente (es de suponer que no el mismo para quien Sissa creoó el juego, al que suponemos ya más avisado contra el carácter engañoso de según qué apariencias), muy aficionado al ajedrez pero también a deportes de más enjundia para el cuerpo, salió una mañana a cazar. Se solazó, suponemos, dando muerte a un buen número de animales y en su regreso se detuvo en el campo para asar un jabalí, trofeo mayor de sus fatigas. Encontró sentado al borde del camino a un pastor que, para entretenerse mientras sus ovejas se apacentaban, jugaba consigo mismo al ajedrez, moviendo alternativamente las piezas blancas y negras. (Esta curiosa forma de proceder, por cierto, sería seguramente un buen argumento para un breve relato cómico de Jardiel o para una barroca exploración de la mente escindida posmoderna en un escritor como Millás). El rey, animado por sus éxitos cinegéticos, retó al pastor informándole con orgullo de que nadie le había derrotado jamás. Pero ¡ay!, el rey, por muchas partidas que hubiera jugado, solo las había jugado en palacio, y siempre contra cortesanos. El pastor le derrotó fácilmente con el humillante mate en cuatro movimientos al que su profesión dio nombre desde entonces. Al contrario que en el caso de Sissa, solo hay, afortunadamente, una versión del desenlace de este episodio, y es feliz: el rey acepta honrosamente su derrota y destierra a todos los caballeros y cortesanos que siempre le habían dejado ganar; otorga, en cambio, al pastor el título honorífico de duque del Ajedrez.

Es posible que el esquema argumental de esta leyenda recuerde al lector al de otro relato aún más célebre: El traje nuevo del emperador, de Hans Christian Andersen. Aunque Andersen parece prestar más atención a la fuerza de la inocencia infantil, también aquí un grupo de cortesanos mienten a su gobernante con el fin de ocultarle una vergüenza evidente para cualquiera y tiene que ser alguien completamente ajeno a esa red de intereses creados el que desenmascare la gran mentira. Las sugerencias que se pueden extraer en el orden político son bien interesantes, desde la advertencia al poderoso sobre el peligro de rodearse de aduladores o el recordatorio de que no necesariamente es verdad lo que todo el mundo dice, hasta un elemento casi de constitucionalismo ilustrado si queremos ver una reflexión sobre la necesidad de que los asesores del gobernante sean efectivamente independientes de los vaivenes de su voluntad para que no tengan razones para temer decir la verdad y puedan hablar libremente, como libremente pueden hablar el niño y el pastor, cuya subsistencia no depende del arbitrio del rey; o incluso, si se quiere, la necesidad del derecho a la libertad de expresión y la existencia de un debate público verdaderamente libre para que la voz del niño o del pastor (o lo que es lo mismo de cualquiera, de alguien sin nombre conocido siquiera) pueda, ya que hoy nos sentimos ilustrados, iluminar la esfera pública con la luz de la verdad. O puede servir también para construir, como hizo Cervantes en El retablo de las maravillas, una sátira de la bajeza moral y la ignorancia de la España barroca obsesionada con la limpieza de sangre.

Pero ¿cómo puede ser que un mismo argumento aparezca en una fábula oriental imposible de datar, en un entremés cervantino y en un cuento infantil danés? Por la misma bella y frecuentemente olvidada razón por la que hoy un noruego es campeón mundial de ajedrez: la continua y difusa influencia de unas culturas en otras y, en este caso, de la cultura oriental en la cultura occidental. Hasta donde es posible reconstruir, el motivo folklórico del traje nuevo del emperador (que con ese nombre aparece en el Motif-Index of Folk-Literature de Stith Thompson) llegó a Europa desde la India a través de los árabes y de la Castilla medieval, donde un autor tan interesado por el mundo árabe e influido por su literatura oral como don Juan Manuel (convendría no olvidar este dato) escribiría, salvo desconocimiento por mi parte, la primera reelaboración occidental de este famoso episodio en su ejemplo XXXII, “Lo que sucedió a un rey con los burladores que hicieron el paño”. Desde aquí el cuentecillo circuló por toda Europa y llegó a Andersen… y a todo el mundo.

El viaje del traje nuevo del emperador es, como se ve, el mismo que hizo el ajedrez, que es todo un símbolo de la influencia india y árabe en la vida occidental, para llegar a España, a Francia, a Rusia, a Noruega y a todo el ancho mundo. Por eso quizás podemos ver aquí aún otra lección de tolerancia y laicismo en la historia del pastorcillo. O podemos, mejor, no salirnos del texto y limitarnos a una verdadera lección ilustrada que nos ofrece: frente a un tablero y combatiendo con sus propias capacidades, todos los hombres son iguales independientemente de su posición social o de que su familia sea noble o plebeya. La luz de la razón nos iguala a todos, diría un ilustrado, y el ajedrez, si se quiere, es el ajedrez, lo juegue Agamenón o su porquero.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *