Naturalmente urbano
Naturalmente urbano
Gabi Martínez
Tras perder la audición de un oído al paso de una ambulancia, Gabi Martínez se preguntó cómo afecta el entorno urbano a nuestra salud. Este libro reflexiona sobre la necesidad de transformación de las ciudades ante un modelo urbano ya caduco y nos cuenta cómo se creó la idea de la supermanzana, uno de los conceptos urbanísticos más revolucionarios de las últimas décadas: su acogida, su implantación y las polémicas que generó. Una auténtica oportunidad de futuro para llevar una vida más sana en la ciudad. Esta es su historia. Y sus posibilidades.
«Desde su creación, la ciudad sintetiza el carácter de la sociedad que la anda, la oye, la respira.» Gabi Martínez
Gabi Martínez nació en Barcelona, en 1971. Su obra narrativa, traducida a varias lenguas, incluye Ático (2004), por el que fue seleccionado por la editorial Palgrave/Macmillan como uno de los cinco autores más representativos de la vanguardia española de los últimos veinte años; Sudd (2007), que ha sido adaptado al cómic; Los mares de Wang (2008), Mejor Libro de No Ficción del año según Condé Nast Traveller; Sólo para gigantes (2011), galardonado con el Premio Continuará de TVE y seleccionado como Mejor Libro de No Ficción por Qué Leer; En la Barrera (2012), nuevamente elegido como el Mejor Libro de No Ficción por Qué Leer; Voy (2014); Las defensas (Seix Barral, 2017); Animales invisibles (2019) y Un cambio de verdad. Una vuelta al origen en tierra de pastores (Seix Barral, 2020). Ha recibido el Premio Continuará de TVE Cataluña por su trayectoria literaria, y es miembro fundador de la Asociación Caravana Negra para la difusión de la cultura y la naturaleza y de la Fundación Ecología Urbana y Territorial.
El origen fue el sonido. Después de más de cuarenta años viviendo en Barcelona, creía haber pensado mucho en mi ciudad, en cómo su diseño y su carácter condicionaban mi existencia, pero tuve que empezar a quedarme sordo para ahondar en nuestra relación.
También me pregunté si teníamos futuro juntos.
Había acudido al médico por unos molestos acúfenos y las pruebas delataron que estaba perdiendo audición en un oído. Semanas después me implantaban un estribo de platino. Salí del hospital con la oreja blindada con un llamativo colchón de gasas y telas que debía amortiguar el impacto de los sonidos que durante los primeros diez días llegarían con una definición mucho más perfecta, y por eso agresiva, de lo habitual. En la calle, caminé no más de treinta pasos cuando una ambulancia zumbó a cuatro metros, la sirena a volumen máximo. Sentí un trallazo a la altura de la sien, me mareé. Acababa de quedarme sordo del oído recién operado.
Fue menos grave de lo temido. Al cabo de unas semanas recuperé la capacidad de oír, pero la nefasta secuencia detonó preguntas y deducciones que han derivado en otra forma de observar el ecosistema urbano.
Cuando alguien padece un trastorno, suele revisar el pasado para intuir qué ha podido provocarlo.
Los acúfenos y la pérdida de audición podrían ser una cuestión genética, aunque en mi familia ningún abuelo ha necesitado audífono, y es cierto que de chaval frecuenté discotecas buscando la cercanía de bafles, y me atiborré de sesiones con auriculares poniendo la música a tope. Eso ocurrió hace años, pero ya me habían advertido de que algunas consecuencias viajan en el tiempo y nos sorprenden tan tarde que, cuando emerge el desperfecto, hasta cuesta entender a qué viene eso ahora.