Los europeos, de Orlando Figes

Los europeos

Orlando Figes

Traducción de María Serrano

Editorial Taurus

Barcelona 2020  666 páginas

 

Por Carlos Ortega Pardo

 

En su excelente El mundo de ayer —que llevaba por ilustrativo subtítulo Memorias de un europeo—, Stephan Zweig retrataba la —sólo aparente— solidez de la cultísima sociedad centroeuropea previa a la Gran Guerra y cómo, en efecto, tras los oropeles de la civilización se ocultaba una variopinta gama de contradicciones insalvables que conducirían al colapso de aquel orbe engañosamente idílico. Su autobiografía, que también recogía las terribles circunstancias económicas y sociales de la posguerra y el correlativo ascenso del totalitarismo, suele ponerse de moda cada cierto tiempo, normalmente coincidiendo con alguna crisis o atisbo de cambio de ciclo. Así, en la coyuntura actual, rayana en lo distópico, el libro de Zweig vuelve a estar en boca de muchos, buena prueba de ello es la pieza que nos ocupa. Probablemente también Orlando Figes lo tuviera en cuenta cuando escribió Los europeos; lo cita, de hecho, en el epílogo, si bien bastante de pasada.

El historiador británico de bloomsburiano nombre desplaza el foco en el espacio y en el tiempo, concretamente a la Francia de en torno a 1848, como buscando los cimientos de aquel zeitgeist añorado y denostado a partes iguales por el maestro austríaco. El estallido revolucionario del 48 presenta la particularidad de no haberse circunscrito a un sólo país, sino que, con más o menos éxito, se trató de un movimiento que sacudió a todo el continente —el celebérrimo fantasma que abre el Manifiesto comunista, redactado ese mismo año—. También que supuso el triunfo del liberalismo conservador —fin de cualquier similitud con la metáfora marxiana— al estilo del Reino Unido, Luis Napoleón o la España isabelina, caldo de cultivo para la cosmovisión burguesa que albergara las obras de los protagonistas de Los europeos.

Precisamente ahí estriba la novedad de este libro, en su alejamiento de los grandes próceres —monarcas, espadones y conspiradores varios— que suelen mediatizar el estudio de la historia. En cambio, vertebra el relato de Figes una nutrida nómina de artistas y gentes de la cultura, con especial atención al triángulo formado por la prima donna Pauline Viardot, su marido, el crítico y traductor Louis Viardot, y el escritor Iván Turguénev. Paralela, o tangencialmente, como orbitando en torno a ellos, aparecen las luminarias de la época en casi cualquier campo: Rossini, Verdi, Meyerbeer, Chopin, Berlioz, Schumann, Brahms, Liszt y Wagner en el musical; Balzac, Sand, Hugo, Dumas, Baudelaire, Dickens, Dostoyevski y Tolstói en el literario; Herzen, Belinski, Saint-Simon, Nietzsche, Marx y Bakunin en el del pensamiento; Delacroix, Ingres, Courbet, Corot, Millet, Rousseau, Gérôme, los impresionistas después, en el de la pintura; Daguerre, Disdéri y Nadar en el de la incipiente fotografía, etc.

El otro eje sobre el que gira Los europeos es el crecimiento exponencial del ferrocarril. Cumbre y corolario de la Revolución Industrial y condición de posibilidad para que la antedicha Primavera de los Pueblos de 1848 tuviera resonancia continental y no meramente local, alumbró el que seguramente constituya el sector económico de más peso en las (híper)desarrolladas sociedades contemporáneas: el turismo. Asimismo, generó un sentimiento de pertenencia, una europeidad hasta muy poco antes impensable o, si acaso, patrimonio de los contados aristócratas que podían permitirse realizar el conocido como Grand Tour. Una imagen esclarecedora al respecto es la de Pauline Viardot, de soltera García, española residente en París, cantando ópera italiana para el Zar de Rusia.

Figes, ya lo sospecharían, es pródigo en datos y nombres —y en páginas: más de quinientas, y casi otras 150 de notas—. Sin embargo, su libro se lee con interés y facilidad crecientes, merced a la gracia didáctica que caracteriza a los estudiosos anglosajones. La verdad, me echo a temblar —y a dormir— sólo de imaginar un proyecto así a cargo de un severo catedrático patrio con mando en plaza. Respecto al enfoque que adopta, de tan peculiar, puede ser objeto de interpretaciones diametralmente opuestas, sobre todo teniendo en cuenta la nacionalidad del autor: o bien estamos ante un europeísta de fe inquebrantable, para quien la pertenencia a una comunidad supranacional supondría una realidad independiente de las volubles voluntades de los dirigentes de turno; o bien se trata de todo lo contrario, un euroescéptico contrario a cualquier proyecto que vaya más allá de un ramillete de placeres compartidos. No obstante, cualquier suspicacia al respecto se desvanece leyendo los epígrafes dedicados al auge nacionalista hacia 1870, coincidiendo con la guerra franco-prusiana, así como su sarcástica visión del chovinismo inglés de la época, confirmación de lo cual es la propia peripecia vital de Figes, naturalizado alemán a raíz del Brexit.

En fin, si algún pero cabe ponerle a Los europeos, éste radica en ciertas elecciones hechas por la traductora que se me antojan, como poco, discutibles: un puñado de loísmos bastante cacofónicos, algunas omisiones sorprendentes y un abuso del término álgido, palabra en sí misma controvertida —etimológicamente hablando— y cuya reiteración acaba resultando un tanto molesta. Respecto a la conmemoración, en 1865, del sexagenario del nacimiento de Dante, o al empleo de las España e Italia de finales del siglo XIX como ejemplos de países gobernados por los Habsburgo, hay que anotarlos —supongo— en el debe de Figes, producto de una redacción en exceso apresurada y una revisión posterior no todo lo atenta que hubiera convenido. En cualquier caso, peccata minuta en un trabajo cuyo desacostumbrado punto de vista supone una bocanada de aire fresco para una disciplina algo apoltronada de un tiempo a esta parte, cuando no atrincherada tras miopes servidumbres ideológicas. Asimismo, su alegato a favor de la casa común que es Europa, con todas las disfunciones que se quieran —tal como sucede, por otra parte, en cualquier hogar—, constituye un rayo de esperanza ahora que los populismos disolventes y tribalismos endogámicos amenazan con adueñarse de más conciencias de lo deseable.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *