Exilio y amores imposibles en «Paloma negra», de Alberto Conejero
Por Horacio Otheguy Riveira
Una gran compañía en manos de un formidable autor-director en una historia que se enreda en las oscuras pasiones de sus personajes y no avanza, se queda quieta, mirándose a sí misma, como sus protagonistas atrapados en una angustia que ansía desesperadamente compañía, y no la consigue. No saben bien los jóvenes amigos si la luz que ven «es la del amanecer o del atardecer». Y este cronista se siente igualmente perdido al enfrentarse a un grupo de creadores que admira, esta vez sumergidos en un proyecto que solo por vagos momentos se entronca con la propuesta original del autor: «Paloma negra (una tragicomedia del desierto) es el segundo montaje de nuestra compañía Teatro del Acantilado tras La geometría del trigo. Una propuesta en la que se entrecruzan el universo de Chéjov, el desierto de México y nuestra historia reciente».
La dolorosa travesía de La gaviota de Chejov estaba impregnada de una gran crisis personal sumada a la cercanía de los movimientos revolucionarios en la Rusia zarista. Estrenada en 1896, morían muchos conceptos y nacían dramas impensados en la sociedad, con el desamor haciendo su trágico coro; en 1905 ya se daría el primer conato revolucionario. Los personajes del autor ruso deambulan entre el ensueño, la recuperación de un pasado que nunca volverá y el incierto futuro. En Paloma negra se asoman ecos del exilio republicano en México, como marionetas infelices que no evolucionan, aunque intenten ir a alguna parte donde sus ilusiones o sus dramas se consoliden. Fantasmas de sí mismos, los personajes apenas arraigan en el talento de los intérpretes, atrapados por un exceso de frases y situaciones ajenas a momentos históricos demasiado potentes para ser tratados de esta forma tan superficial, melodrama y esperpento que pasa de puntillas por la vigorosa experiencia del exilio republicano entre seres que nunca se integran plenamente en la también vigorosa cultura mexicana.
Un equipo de grandes profesionales en un proyecto que no fluye como ninguno de los admirables trabajos de su autor: La piedra oscura, Ushuaia, Todas las noches de un día, La geometría del trigo… Ninguna carga poética se abre camino esta vez en una serie de planteamientos que ni autor ni director consiguen plasmar como quisieran: «Está el desierto y un piano enterrado en la arena. Allí, en ese vacío pobladísimo de sombras y de espejismos, tres hombres y tres mujeres. Ellos –los intérpretes, su presencia– son el corazón de la puesta en escena. En mi segundo trabajo como director de escena, quiero ahondar en la exploración de una materialidad poética y apostar por los puntos de quiebra y fuga de lo que consideramos “realismo”; hacer que los cuerpos y el silencio pongan en crisis cada palabra, toda palabra».
Todo transcurre con una suerte de artificial dramatismo, carente de situaciones potentes porque sus personajes no despegan, encerrados en monólogos interiores que se expresan en una especie de psicodrama. Sin embargo, todos los intérpretes se empeñan en defenderlos con sus muchos recursos o la novedad de la joven Yaiza Marcos, transparente, volcánica, y entonces el drama frustrado, reflejo de las muchas frustraciones de todos los personajes logra brillar en cuanto entramos en una estructura operística. Los breves monólogos se asemejan a arias desconsoladas y por esa brisa extraña, ese aroma a desolación clásica, puede entreverse el esfuerzo de Conejero por ser él mismo y a la vez dejarse abrazar por Chejov. La totalidad no me parece afortunada. Pero el esfuerzo de actrices y actores brilla con una extraña luz que se queda en el aire… mientras espero la próxima creación, la de la siguiente aventura.
Elenco: José Bustos, Yaiza Marcos, Zaira Montes, José Troncoso, Consuelo Trujillo y Juan Vinuesa.
Diseño de iluminación: David Picazo
Realización escenografía: Miguel Delgado/PREVEE
Producción Ejecutiva: Kike Gómez