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‘Una cruz en Siberia’, de Konsalik

ANDRÉS G.MUGLIA.

Hay varias cosas que admiro de un escritor. Las principales son: que escriba bien, que lo haga profundamente (aunque hable de cosas superficiales), y que no se pueda dejar de leerlo. A veces, la tercera se verifica sin que las otras dos existan. Eso crea una tensión hacia adentro del amor propio del lector que dice: “no puedo seguir leyendo esta bazofia, pero no puedo dejar de hacerlo”. Y es que hay escritores que, escriban sobre lo que escriban: cowboys, seres de otro planeta, amores adolescentes; clavan un anzuelo en el interés del lector y lo arrastran a seguir leyendo página tras página casi en contra de su voluntad. Eso es un talento que hay que reconocer.

Este tipo de recurso siempre está presente en los “escritores de bestsellers” (categoría antojadiza si las hay), que tienen la virtud de escribir largos novelones y, en contra de todo pronóstico, logran que un lector ocasional de esos que llevan sus novelas a la playa, lea de cabo a rabo una de sus obras de un tirón durante las vacaciones. ¿En dónde reside la magia? No lo sé en realidad y si lo supiera estaría publicando bestsellers. Pero hay algo en el ritmo, en el modo de presentar las escenas, en los personajes un poco estereotipados y sin mucho calado psicológico, en la acción; que nos lleva detrás de estas marionetas que vemos llenas de defectos, en escenas superpobladas de clichés, hacia destinos completamente predecibles pero… que estamos obligados a leer.

Konsalik, así a secas sin nombre de pila adelante, es el seudónimo del escritor Heinz Günther, quien nació en Alemania en 1921 y murió en Austria en 1999. Por imposición de su padre el joven Günther estudió medicina. Más tarde participó en la Segunda Guerra Mundial, como miembro de las divisiones alemanas que tuvieron la mala suerte de ser las que intentaron invadir la URSS. Esos dos rasgos de su pasado configuraron los temas que después desarrolló como Konsalik, por casi doscientas novelas que vendieron más de ciento cincuenta millones de libros alrededor del mundo. Estamos pues ante un escritor de bestsellers en toda regla.

En este sentido Konsalik y Una cruz en Siberia llenan con toda justicia el tercero de los casilleros que mencionábamos más arriba. Cuando se empieza a leer no se puede parar. Los otros dos ítems: calidad y profundidad… en fin, es discutible si Konsalik los completa o no. Una cruz en Siberia es, efectivamente, un novelón de más de quinientas páginas de letra menuda y cuarenta líneas de texto por página. Lo que quiere decir bastante texto. Sin embargo no pesa al lector y nunca se tienen ganas de abandonar la novela por la mitad. La historia comienza en un campo de trabajo para prisioneros forzados en Siberia, quienes colaboran en construir un gasoducto que llevará gas a Europa occidental para llenar de dinero las arcas soviéticas. Esto ocurre aproximadamente en el año 1981, aunque no hay referencias temporales concretas al momento en que se inicia el libro. Uno sabe que no está en la época de los Zares porque hay helicópteros y camiones diesel y que pasamos la segunda mitad del siglo XX porque Stalin murió. Sin embargo las condiciones de los presos siberianos no son mejores que las que Dostoievski describió en el Sepulcro de los vivos, ni de las que contó Solzhenitsyn en el Archipiélago Gulag. En verano trabajan en el pantano de la Taiga bajo un calor inclemente y nubes de voraces mosquitos, y en invierno con temperaturas de menos de cuarenta grados donde el hielo se congela como piedra y los débiles prisioneros mueren para llenar una estadística sobrecogedora a la que nadie presta atención.

Piotr, uno de esos reclusos, fallece absurdamente cuando un durmiente de tren que estaba descargando de un camión cae sobre su cabeza. Pero Piotr no es uno más. En realidad es un sacerdote encubierto que opera dentro del campamento, llevando la palabra de este Dios que el régimen soviético prohibió, a un puñado de feligreses igualmente ocultos. La organización secreta que infiltró a Piotr desde Roma, recluta a otro sacerdote, el padre Olrik, que con un pasaporte falso se infiltrará en Siberia tomando la identidad de un camionero y el nombre de Abukob.

En el campamento 451/1, que regentea el convenientemente siniestro comandante Rassim, Abukov se contacta con los feligreses de Piotr y con la hermosa doctora Larissa Davidovna, también católica, de la que por supuesto se enamora. Muchos personajes pululan en el campamento y la novela: Mustai, un fabricante de refrescos musulmán que actúa como Sancho Panza de Abukov; Iajiaiev, comisario político que informa al régimen, un lascivo personaje que odiamos desde el primer momento; el ingeniero Morosov, que emplea a los prisioneros en el gasoducto y cuenta con una sensual secretaria que pondrá furiosa de celos a la pasional Larissa; y muchos más.

El camionero-sacerdote Abukov provee de alimentos al campamento y mediante oscuros tratos con Grivob, encargado de la cocina, logra escamotear algunas provisiones que mete subrepticiamente para alimentar a sus feligreses. Pero allí no se detiene la imaginación del sacerdote, que tiene una idea arriesgada que puede enmascarar el funcionamiento de su iglesia clandestina: fundar un teatro cuyos actores,  músicos, escritores y tramoyistas son los presos. Los guiones de las obras representadas serán alterados para representar misas delante de las narices de Rassim, Iajiaiev y todos los invitados y reclusos que ignoran las verdaderas intenciones de Abukov.

Para ese momento la historia se mueve por rieles realmente endebles y lejanos a toda factibilidad. Es difícil creer lo que nos están contando, aceptar que un camionero puede organizar semejante circo: Abukov va y viene de prestado en los helicópteros de Morosov buscando cosas para su teatro, consigue firmas, acuerda con un campo de reclusas para que le presten artista mujeres para sus representaciones, y un sinnúmero de detalles casi imposibles de creer. Pero así y todo la novela invita a seguir leyéndola y eso es lo curioso, que uno no se revele contra sí mismo y se obligue a abandonarla.

Hay una buena descripción del escenario, hay ritmo, algo de intriga, variedad, un poco de aventura; pero hay personajes estereotipados, amor apasionado de telenovela, un esbozo de lucha interna de Abukov por mantener el celibato que no se lo cree ni Konsalik y muchos otros defectos. Hay también un modelo estereotipado de la mujer como objeto, que atrasa mucho más de los cuarenta años que tiene la novela (la reclusas del campo de prisioneras son unas ninfómanas que asaltan a los hombres que se les acercan). Pero hay una historia. Y Konsalik tuvo la virtud de hacerla funcionar. ¿Es poco, es mucho? Es ALGO. Y está visto que ese algo lo vieron, por lo menos, los más de ciento cincuenta millones de personas que leyeron este y otros libros de Konsalik.

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