(No) todo está perdido: hay Alguien más

José Luis Trullo.- Veo poco cine reciente, lo admito. Pero el poco que veo de cabo a rabo, me devuelve la confianza en la capacidad del séptimo arte para materializar aquella obra de arte total con la que soñó Richard Wagner, en la cual todos los elementos (textos, imágenes, sonidos) conspiran para arrancar a los espectadores de su entorno conocido y arrojarles a una experiencia radical de toda índole: estética, vital, intelectual y, en las mejores ocasiones, también espiritual.

Así ocurre con Todo está perdido (All is lost, J.C. Chandor, 2013), una película que tuve ocasión de visionar en una emisión televisiva nocturna, y con la cual me topé de manera accidental poco antes de apagar mis sentidos hasta la mañana siguiente. Resultado: acabé trasnochando, algo que odio excepto en los casos como el que nos ocupa: el de asistir a una propuesta artística compacta, rotunda, honesta y radical, que desafía la paciencia y los usos comunes del público del siglo XXI a cambio de obligarle a replantearse postulados que tenía por definitivos.

Sin embargo, para alcanzar el umbral de compresión de una obra de arte muchas veces nuestras propias «ventanas» (a veces, meras celosías) resultan un obstáculo insalvable. Es la conclusión a la que se llega, de nuevo, al leer no pocas críticas -tanto profesionales como de cinéfilos letraheridos- que reprochan a la cinta ser lenta, aburrida, plana… Por supuesto que lo es. De hecho, si sus creadores optan por una puesta en escena como la suya es para borrar del espectador la expectativa de enfrentarse a la enésima «aventura en alta mar», donde «el hombre mide sus fuerzas frentes a los elementos» para «afirmar su voluntad indoblegable de supervivencia». De hecho, nada hay de todo ello en el corazón de este film, aunque sí en su superficie.

En ella, vemos al protagonista, un talludo aunque ágil Robert Redford, luchar por mantenerse con vida en un entorno hostil (tormentas, tiburones, contratiempos sin fin), navegando en un velero pertrechado con toda clase de adminículos que en un principio deberían, si no asegurarle su integridad física, sí al menos ayudarle a mantenerse en pie hasta alcanzar un puerto seguro. Para ello cuenta, además, con su «sentido práctico», su razón instrumental, de la cual echa mano una y otra vez, cual Robinson en pleno océano, con resultados cada vez más catastróficos: su embarcación se hunde, la balsa de emergencia vuelca y hace aguas, las bengalas que lanza al aire cuando se avecina un enorme carguero se pierden en la noche sin lograr advertir a sus tripulantes… Como si la Madre naturaleza se riese de las pretensiones humanas por domeñarla, cuanto más ingenio derrocha el protagonista -este Ulises posmoderno que no se sabe de dónde viene ni a dónde va, pues su peripecia no tiene nada de heroica en sí misma, pues es la de cualquiera: mantenerse a flote a toda costa-, tanto más se aproxima al desastre final. El encadenamiento de desgracias, lejos de agotarnos, nos induce casi a pedir más, en una relación sadomaquista entre nosotros y el malhadado navegante. Como Cristo camino del Calvario, el personaje que interpreta Redford penetra poco a poco en un espacio de honda densidad metafísica, donde ya nada se puede esperar de los hombres -quienes parecen activamente empeñados en ignorarle- y ya sólo cabe gritar en la noche, como en el chiste de Eugenio: ¿hay Alguien más?

Es en ese tramo final, tras pegarle fuego a sus últimos enseres materiales para jugárselo todo a la última carta (la de un rescate convencional a manos de otros hombres, o eso es al menos lo que todavía queremos creer), provocando con ello el incendio que dará con sus huesos en el agua, cuando al fin comprendemos el sentido de la película, el cual se despliega en toda su potencia al elevar el protagonista sus ojos hacia el cielo para dejarse morir («en tus manos encomiendo mi espíritu», parecería que piensa) y entregar su cuerpo a las peces. Esta escena es clave pues, como todos sabemos, nadie puede hundirse si no está lleno de agua: el aire que contenemos en nuestros pulmones nos empuja de nuevo hacia la superficie. El cuerpo, pues, en este trance final, ha muerto: tras despojarse capa a capa de todos y cada uno de los asideros con los que contaba, ha decidido rendirse, dejar de luchar y entregar las armas.

Sólo entonces comparece la mano salvadora, no antes: una vez el hombre abdica de su fe en sí mismo y en su capacidad para gestionar su propia suerte, está listo para pasar a una dimensión superior. Que la filmación se corte justo en el momento en que Redford -tenemos que concluir, ya no en cuanto cuerpo- logra dejar atrás su pesadilla no es baladí: los creadores de la película, confiando en la inteligencia del espectador, le dejan que extraiga sus propias conclusiones. ¿Ha sido el náufrago meramente rescatado? Si es así, ¿por qué tras el último suspiro (de hecho,  mientras se hunde Redford no deja escapar ni una sola burbuja de aire)? Si, por contra, se trata de algún tipo de redención de índole superior, ¿cuál? ¿Es la mano la de Caronte, el barquero final? ¿La de la Divina Providencia? ¿O la de la infinita misericordia de Dios, acogiendo ya para siempre en su seno a su criatura descarriada? ¡Quién lo sabe! Las grandes películas nos dejan a solas con nosotros mismos, midiendo nuestra propia talla personal en las interpretaciones que les damos. Yo, desde luego, quedé sobrecogido; tanto como para, horas después de visionada, seguir dándole vueltas y más vueltas, como un lobo hambriento ante la salida de una madriguera.

 

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