‘Las nubes’ de Juan José Saer

Las nubes

Juan José Saer

Rayo Verde

Barcelona, 2021

225 páginas

 

Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca

Hay un silencio extraño y suave en esta novela, Las nubes, tal vez debido a que Juan José Saer (Serodino, 1937 – París, 2005) decidió escribirla sin diálogos y transfiriendo al narrador un ejercicio de memoria, de buena memoria, esa que nos recuerda que en los momentos duros nos volvemos mejores, esa que nos lleva a considerar que la agresividad de la aventura es, a la hora de la verdad, la mejor escuela. Estamos frente a una obra en la que se impone la literatura, la escritura en función de un asunto que nos transforma en buenas personas. El estilo, la frase larga y dúctil, que busca la sonoridad armoniosa, se adhiere a esta historia levemente épica que se nos presenta con recursos conocidos, pero no sencillos de manejar: una versión del manuscrito encontrado y una estructura itinerante.

Saer nos habla de una caravana que se desplaza muy despacio por tierras argentinas, en una época en la que no existían comunicaciones ni senderos trillados. La caravana está compuesta de un médico que debe acercar a su clínica a un grupo de locos, custodiado por unos pocos soldados cuya presencia es más bien testimonial: no pueden dejarlos solos. El protagonista, el narrador, relata el episodio desde la melancolía que da la vejez y la distancia: ahora vive retirado y de manera acomodada en Francia, y han transcurrido treinta años desde aquello que le cambió la vida. La novela está repleta de esos sucesos que saturan las narraciones de aventuras: duelos, secuestros, sexo, naturaleza hostil, incertidumbre y hasta monjas que introducen el factor religioso en unas almas dispuestas a recibir cualquier cosa que les ponga suelo bajo los pies.

Y, mientras tanto, se exploran las pocas certezas que definen la frontera entre la cordura y la demencia, cuya esencia apenas se decanta cuando nos lleva de la mano hacia el rabo de Satanás que se agita dentro de alguno de los personajes, entre los que destaca la monja ninfómana. Pero este narrador, que es un observador nato, mantiene siempre la referencia de quien le asegura no perder la razón, de un maestro, el médico que le formó, la figura que representa la sabiduría:

“Al leer esas líneas generosas, me llené de orgullo y de alegría, y supe al fin que el verdadero maestro no es el que quiere ser imitado y obedecido, sino aquel que es capaz de encomendar a su discípulo, que la ignoraba hasta ese momento, la tarea justa que el discípulo necesita”.

La lectura de Saer, como siempre, resulta deliciosa, impresionados como vamos quedando con esa narrativa en la que las descripciones son mucho más que imágenes, nos hablan como nos hablan los grabados, con la personalidad del autor, con su sentido de la estética, depurado, y en función de mejorar, aunque sea un poco, el mundo.

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