En rebeldía contra Orson Welles
Por Jesús Gil Vilda.
Me declaro en rebeldía contra Orson Welles, contra el plano-secuencia de Sed de mal (Touch of Evil, 1958), contra las adaptaciones de Shakespeare sin textos de Shakespeare, contra los rostros en sombra, contra la imitación del expresionismo alemán y contra los picados esquinados, me declaro en rebeldía contra la testosterona de su cinéma d’auteur, contra los personajes arquetípicos y contra su arrogancia como director, de esos que perecen querer decirle al espectador con cada plano que hay un director que es más importante que la historia, que, en el caso de Welles, la mayoría de las veces, la había escrito otro o se basaba en una novela u obra de teatro de otro.
He pillado este cabreo después de haberme visto en un mismo fin de semana Mank (David Fincher, 2020), sobre la relación entre Herman J. Mankiewicz, coguionista de Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941) y el magnate en el que se inspira ésta, William Randolph Hearst, mientras aquél escribe “en ausencia de Orson Welles” el guion; y la susodicha Ciudadano Kane, película que un servidor solo había visto una vez de joven, cuando era impresionable y no podía emanciparse de la épica que acompaña a “la mejor película estadunidense de todos los tiempos”. Pues bien, más allá del sopor que me ha producido Mank (estupendos todos los actores, eso sí), me ha sorprendido la puerilidad de Ciudadano Kane. Lo cierto es que me da igual quién escribiera el guion, porque me parece horrible. Aunque me huelo que Mankiewicz debió de hacer un trabajo profesional y arriesgado que el bueno de Welles estropearía, imagino, con cosas como la mina de oro caída del cielo con la que justificar la fortuna del magnate. Semejante tontería Welles la esconde en un plano muy artístico de los padres en el interior de la casa con el preceptor, mientras el niño juega en el exterior con su trineo Rosebud. Toda la película es así: personajes sin desarrollar, diálogos ingeniosos pero autocomplacientes filmados con mucho aderezo para distraer de lo que verdaderamente te están contando. Y mira que el tema es de mucha actualidad, con personajes recientes como Trump o Berlusconi, capaces de hacerse con el poder por medio de su maquinaria económica y mediática. Muy relevante, sí, pero es que a mí no me interesa ninguno de los personajes de la película, ni el magnate herido por la soledad de su infancia, ni sus dos compinches, ni la cantante que canta fatal, ni, por descontado, el periodista que investiga el significado de Rosebud y que, el pobre, se tira toda la película en sombra, sin que veamos su rostro, por razones que algún profe de escuela de cine seguro que nos explicaría, pero que a mí me recuerda a los viejos dibujos de la Warner en los que a los adulto solo se les ven los pies.
El guion resulta incompleto. Termina la película y yo sé lo mismo sobre Kane que cuando ha empezado. No he visto las fiestas en Xanadú. No sé qué conflictos sociales o políticos causó su prensa amarilla. De hecho, si no llego a leerme la biografía de Hearst, no me entero de que fue el inventor de la prensa amarilla, precursora de las fake news, algo muy relevante hoy en día. No sé las causas del hundimiento de su imperio. No sé a cuánta gente arruinó la vida ni qué enemigos se granjeó. No sé por qué se alejó de los ideales socialistas. Lo único que sé es que tenía jirafas y elefantes y muchas estatuas, y que tuvo algo que ver en la guerra de Cuba contra España, que fracasó en política por un lío de faldas y que su mujer se marchó porque se aburría de hacer puzles. Entra dentro de lo probable que a mí me falte sensibilidad fílmica para entender los prodigios en la dirección, total, solo soy escritor, pero a mí me parece que el último crédito de la película, en el que Welles, como director, comparte pantalla con Gregg Toland, considerado uno de los mejores directores de fotografía americanos, es una concesión tan grande y excepcional que ha de tener alguna justificación. ¿Y qué me dicen del montador? Robert Wise, nada menos. ¿Y el director de arte? Van Nest Polglase, el número uno de Hollywood, con 336 películas, un artista que supo evolucionar del cine mudo al sonoro y después al color.
A Welles, la fortuna con la que se pagó sus tres primera películas (solo terminó Ciudadano Kane), es de suponer, ya que RKO estaba mal financieramente, le venía de su padre, un inventor que se había hecho rico con la patente de las bombillas para los faros de las bicis. Se quedó huérfano de padre y madre con quince años. Tenía un hermano con problemas de aprendizaje que vivió algunos años en un psiquiátrico. Lo primero, para alguien que quiere ser director y al que ya le han rechazado dos guiones anteriores, es comprar un guionista, y aquí, según la película Mank, entra el chispeante Herman J. Mankiewicz, un técnico del guion que había estado décadas en nómina de los estudios y caído en desgracia por sus excesos con el alcohol y el ingenio. Aunque, en un principio, Mankiewicz había aceptado trabajar de negro para que Welles apareciera como autor único del guion, el veterano guionista se rebeló en el último momento y exigió su nombre en los créditos, incluso por delante del de “el niño prodigio”. Y todo el mundo sabe lo que eso quiere decir. Y no es que Welles cediera el primer puesto por amabilidad.
En realidad, las dudas sobre la genialidad de Welles siempre estarán rondando por ahí (salvo en Europa: donde se le considera un semidiós) principalmente a causa su errática carrera posterior. Para su segunda película, El cuarto mandamiento (The Magnificent Ambersons, 1942), no pudo contar con Gregg Toland en la fotografía, con el que ya no volvería a colaborar nunca. ¿Y eso por qué? ¡Pero si juntos había hecho la mejor película americana! Gordon Willis siguió colaborando con Woody Allen tras el éxito de Annie Hall en siete películas más; pero, claro, Woody dijo una vez: “Para hacer una buena película hace falta un buen guion y Gordon Willis”. La cosa se salió de presupuesto y El cuarto mandamiento quedó incompleta y el productor montó lo que pudo. La tercera, Estambul (Journey Into Fear, 1943), se la quitaron directamente de las manos y la terminó Norman Foster. En la siguiente, El extraño (The Stranger, 1946), una película de encargo, se portó bien y la acabo, sin implicarse, según él mismo dijo. Salvo en los planos wellesianos iniciales, caras en sombra y demás, demuestra ser un director de oficio solvente, aunque no está al nivel de otras contemporáneas del noir como La sombra de una duda (Shadow of a Doubt, Alfred Hitchcock, 1943), La mujer del cuadro (The Woman in the Window, Fritz Lang, 1944) o Perdición (Double Indemnity, Billy Wilder, 1944). La siguiente fue otro encargo, La dama de Shanghai (The Lady from Shanghai, 1947), y otro lío en el que terminó sin aparecer en los créditos como director. De esta manera, se le acabó la carrear en EE.UU., hasta que Charlton Heston, años después, lo rescató para Sed de mal. Pero antes de eso se tuvo que irse a Europa, un lugar éste, Europa, al que le gustó ensalzar a un director-autor imitador del expresionismo alemán, exiliado de Hollywood y represaliado por McCarthy por sus ideas socialistas. ¿Quién da más? Ah, sí: se enamoró de España (¡la España franquista más criminal!), donde residen sus cenizas, en Ronda, cerca de la mano incorrupta de Santa Teresa y a 200 kms de la Playa de los Alemanes. Cosas de genios. Y así empezó con las adaptaciones de Shakespeare, después Kafka, para terminar con Cervantes.
La segunda película de Welles más afamada hoy en día es Sed de mal, película que vi hace tiempo con enormes ganas de que me gustara. Pero el famoso primer plano-secuencia me sacó de ella. ¿Para qué sirve un plano-secuencia? Si es como el de La soga (Rope, Alfred Hitchcock, 1948) que está al servicio de los personajes y no molesta, vale, pero si es como el de Sed de mal, que no está al servicio del personaje ni del espectador, conmigo que no cuenten. Además, los personajes me parecieron infantiloides, los conflictos testosterónicos, la mirada lúgubre y rijosa sobre la mujer me irritó, la trama, de nuevo, pueril. Así, pues, la importancia de la peli radica en el dichoso plano-secuencia y… el expresionismo alemán trasladado a Tijuana. La crítica norteamericana dijo de ella que era “pretenciosa”, “amanerada”, “sórdida”, “basura”, “folletín”, además de ser clasificada directamente como cinta de serie B. Pero luego llegaron los cahieristas franceses y sus trofeos al cinéma d’auteur y ya tenemos mito.
Orson Welles solo aparece como guionista único en una de sus películas, Mr. Arkadin (1955), aunque es un lío, porque parece que es una adaptación de un serial radiofónico en el que Welles pudo haber escrito algo, pero en el que con seguridad había, al menos, un autor más. Otra vez una autoría difusa de la obra literaria original. Un rico que quiere borrar su pasado delictivo y contrata a otro tipo para pedirle que busque en su pasado delictivo porque él tiene amnesia, aunque luego no la tiene. Y, digo yo, un criminal millonario como Arkadin, ¿no puede contratar a varios matones en lugar de tener que matar a los testigos de su pasado que el otro va encontrando, porque Arkadin no se acordaba, o sí, ya no sé? En fin, un lío que se pagó con dinero español, francés y suizo.
Si, como sostiene Jack Fincher, guionista de Mank, Welles intentó arrogarse la autoría de un guion escrito por otro, y único Oscar que ganaron Ciudadano Kane y Welles, a excepción del honorario de 1971, tal vez ese hecho esté diciéndonos mucho sobre el personaje.
Que alguien haga, por favor, una película sobre su amor por los toros, y nos cuente, de una vez, cómo pasó de socialista represaliado por el macartismo a amante de la España franquista más oscura. Tenía otras opciones. Luis Buñuel, por ejemplo, eligió Méjico.
Parece casi un sacrilegio decirlo, pero a mí tampoco me gusta Orson Welles.
Somos legión. Pregunta por ahí.