Fallo del XVII Certamen del Relato ¿Dónde está la Navidad?
Acta de la reunión del jurado de la XVII edición del Certamen de Relato Breve “¿Dónde está la Navidad? ”:
Reunido el Jurado compuesto por Agustín García Aguado, ganador de la edición anterior, Candela Aranguren, finalista de la edición anterior, Silvia Domínguez, Lourdes Pinel, Isabel Cienfuegos y Carmen Peire, socias de Améis, Guillermo Gutiérrez y Adrián Gualdoni, profesores de Cursos Culturamas, con relación a los 259 relatos concurrentes a esta XVII edición, acuerdan:
1º. Declarar, por mayoría, el primer premio al relato “Algunos periodos de simpatía” de Victor Ortega.
2º. Declarar, por mayoría, el segundo premio al relato “El plan”, María Soledad García.
3º. Declarar, menciones orales a los 12 relatos siguientes finalistas más votados, sus nombres aparecen de forma aleatoria.
Cayetana Alonso Cáceres. Relato “Tata”
America Caro. Dónde está la Navidad. |
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Paula Segura: “La conjura de la Navidad”. Pegaso. | |||
Bárbara Cobos: “Cuento de Navidad en 2020”. B.M
María Luisa Cortés Luces de Navidad. 151 |
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Ana Belén Arosa: “Solo es Navidad”. Alena Aranda. | |||
Augusto Blanco: “Navidad 1937”. Ender Walker. | |||
Rocío Paricio: “El sendero de vuelta al mundo”. SS. | |||
Alba Barrera: ¿Cómo crees que nos ven? Lady Sulka. | |||
José A. Casas: La locomotora. Jeijo. | |||
Carlo E. Gallucci: “Tinto”. Sapo. | |||
Cristina Prieto: “Oh, espíritu”. Adhara. | |||
De lo cual, como organizadora del certamen, doy fe en Madrid a 17 de enero de 2021.
Sonia Aldama Muñoz
Os dejamos con los dos cuentos ganadores y la grabación del fallo del Certamen en YouTube, donde podréis escuchar los relatos y conocer a l@s catorce finalistas.
Título: Algunos periodos de simpatía. Relato ganador.
Pseudónimo: Logan
Que el veinticuatro de diciembre sea o no laborable no es algo que me corresponda a mí decidir. Mi preferencia sería permanecer ocioso, aunque, si ese hubiera sido el caso el año pasado, si quienquiera que ostente la responsabilidad sobre nuestros calendarios laborales hubiera atendido mis deseos, entonces no se habría producido la conversación telefónica que mantuve con Jesús Varela, uno de mis clientes más antiguos.
Tratar de explicar cuáles son las tareas concretas que se realizan en mi oficina sería un ejercicio de inevitable deshonestidad, porque ni siquiera yo mismo poseo una idea nítida sobre el propósito de mi trabajo. Somos, y eso es seguro, una empresa moderna. Nos mantenemos ejemplares en lo relativo a los procedimientos de calidad y hasta estamos desarrollando un manual que aspira a convertirse en una gigantesca enciclopedia conductual; según el departamento responsable de la configuración de este manual, si el proyecto resultara exitoso tendríamos garantizada la resolución de cualquier conflicto a una velocidad incluso superior a la de nuestro intelecto. Yo no soy capaz de representarme una cosa así, pero hace ya mucho tiempo que determiné no contradecir la disparatada lógica de mi organización. Lo que sí puedo certificar es que, desde que llegué a la oficina —al poco de terminar mis estudios hace diez años—, Jesús Varela ha sido siempre uno de nuestros clientes.
El proceso es siempre el mismo: a primera hora de la mañana suena el teléfono, yo descuelgo, y Jesús Varela está al otro lado con una voz de premura que parece requerir soluciones inmediatas. “Hola. Debemos asegurar la trazabilidad del método”, me dice. Pero al cabo de un par de minutos su entonación se va relajando, y cuando ha pasado un cuarto de hora la conversación ya no tiene que ver con los aspectos laborales que parecían haberla motivado.
Todo lo que yo sé acerca de Jesús Varela me ha sido revelado, en una u otra ocasión, por el propio Jesús Varela. Todo lo conozco gracias a él, y más exactamente gracias a nuestras extensísimas conversaciones telefónicas, pues sucede que nosotros, incluso después de muchos años colaborando, nunca nos hemos visto en persona. Pero eso no tiene importancia. Por él sé que alimenta y hospeda a una pequeña familia de gorriones en el ventanuco de su despacho; al parecer, las aves han hallado en Jesús Varela a un auténtico mesías, y si no fuera por sus diminutos cerebros y por esa natural e incontenible propensión hacia la huida, sin duda —y de acuerdo con su opinión— Jesús Varela y los animales ya habrían disfrutado de grandes momentos en compañía. “¿No te he hablado de los pájaros? —me dijo un día—. Resulta que hay unos gorriones”. Me ha contado que nada le disgusta tanto como no ser capaz de encontrar aparcamiento por las mañanas, que percibe en esa imposibilidad un fracaso personal de imprevisibles consecuencias, y que para evitar semejante escenario pernocta con frecuencia dentro de su coche, aparcado justo en la puerta de la oficina. Según él, la satisfacción que ello le produce es de tipo místico-religiosa. Cuando me estuvo relatando qué razones le habían llevado a sospechar que su jefe directo era un psicópata (por lo que dijo, una vez le pegó una patada a un niño), yo tuve todo el tiempo la sensación de que Jesús Varela otorgaba a esa conjetura una importancia desmesurada, como si no tuviera acceso a muchas más personas fuera del trabajo. Y eso me impresionó. Sé además que estuvo casado, y que tuvo dos hijos, pero que cierta flaqueza le llevó a perder a su mujer, y que después de aquello los niños dejaron de ser tan niños y empezaron a ocupar la mayor parte del tiempo en atender su incipiente juventud. Creo entrever que eso le causa sufrimiento, y creo hacerlo porque también a mí, de alguna manera, me lo causa.
Podría afirmar sin grandes dificultades que no soy insensible a las emociones de los demás. O que procuro no serlo, al menos. Pero a la vez habría de admitir que hay ciertas épocas del año en que me veo impulsado hacia la simpatía de un modo más decidido. La Navidad es una de ellas, por supuesto, y aunque odie reconocerlo, el resto de épocas no lo son en igual medida. En Navidad puedo conmoverme ante la solemnidad de una madre comprando a su hija su primera flauta dulce, o frente a la imagen de un anciano de aspecto andrógino recogiendo a sus nietos del colegio, pero si, digamos durante el verano, me topara con uno de esas escenas, todo lo que experimentaría sería una indiferencia silenciosa. Supongo que hay en la Navidad algo terminal que nos empuja a hacer balance sobre nuestro comportamiento, e imagino que todos deseamos obtener un buen resultado de ese examen.
El veinticuatro de diciembre del pasado año, confiado por la deriva apacible de nuestra conversación, cometí el atrevimiento de preguntar a Jesús Varela sobre sus planes para Nochebuena.
—¿Qué haces esta noche? —dije.
Hubo una pausa, y después Jesús Varela contestó:
—Voy a cenar con mi gata, pero a mí lo que me habría gustado es irme contigo a la Patagonia o a cualquier sitio de esos lejos de aquí.
Yo me preparé para una carcajada, pero la naturaleza del silencio posterior a su intervención me hizo sospechar que aquello, para él, no resultaba exactamente divertido. Imaginé la cena con el gato y sentí algo parecido al dolor, y después me dije que, aunque extravagante e imposible de ejecutar, la idea de desplazarme con Jesús Varela a la Patagonia no encerraba en sí misma nada que pudiera considerar desagradable. Esa reflexión me hizo sentir un poco más piadoso. A continuación miré por la ventana. Todavía tenía el teléfono apoyado contra mi oreja, pero giré noventa grados para mirar afuera. Miré afuera. Miré y miré, y noté que la calle ya se estaba llenando, como todos los años a esas alturas, de la sustancia confortante que acompaña normalmente el inicio de las cosas.
Victor Ortega
Título: El Plan. Relato finalista (segundo premio).
Seudónimo: Tom Sawyer.
Mi hermano lleva tres años en chirona y, desde entonces, el día de Navidad mis padres y yo vamos a visitarlo a Valdemoro. Desde pequeño se le dio bien burlar cerraduras con ayuda de una radiografía, incluso desmontarlas como un juego de lego. Hasta el momento en que se le ocurrió volar la del Banco Santander no nos percatamos del peligro. No había salido de la sucursal, en el Dos de Mayo, cuando saltaron las alarmas.
En Nochebuena cenamos los tres con los abuelos, los tíos y los primos, y mamá se la pasa suspirando. El abuelo habla por teléfono con Manu, pero mamá no tiene ni idea, porque lo hace a escondidas. El resto no sabe nada de lo de la cárcel y mamá se ha inventado una historia para justificar su ausencia. Le puede la vergüenza, y papá, que nunca alza la voz, lo da todo por bueno con tal de no llevarle la contraria. Como a Manu le pilló estudiando un ciclo de informática, lo ha puesto a trabajar para una oenegé y lo ha enviado a Etiopía a actualizar todos los ordenadores del país. Al principio, todo eran preguntas sobre su regreso, pero, sin meterse en camisas de once varas, han asumido que Manu es un chico solidario y trabajador y que hasta que no finalice lo que se ha propuesto seguirá allí.
—Seis años pasan pronto —se intenta convencer mamá cuando nos quedamos a solas—y Etiopía es muy grande y tendrá muchos ordenadores que arreglar.
Ella prepara la cena casi sin ganas, haciendo de tripas corazón para que el resto de la familia no sospeche nada, pero cuando se sienta es incapaz de tragar. Se excusa diciendo que echa mucho de menos a Manu, así que el abuelo vuelca en su plato el pavo que mamá no se come. Dice que pasó mucha hambre durante la guerra y que nunca más.
Por la mañana, el día de Navidad, nos subimos los tres al coche y no abrimos la boca hasta que la funcionaria de la puerta nos pide que nos identifiquemos y revisa el paquete que mamá le ha preparado a Manu. Debe de tener docenas de camisetas interiores. En cada visita, mamá le mete una nueva, y eso que ella acude cada dos semanas. La sala donde nos reunimos es enorme y está adornada con un espumillón de hace mil años. Los gritos reverberan como si estuviésemos en el mercado y se mezclan con los villancicos que escupe un altavoz. Nos sentamos y esperamos a que Manu aparezca por la puerta del fondo.
Mamá siempre repite lo mismo.
—Ay, hijo mío, por qué te has tatuado otro dibujo de esos tan horrorosos. Pareces un delincuente.
Papá y yo miramos al suelo, pero esta vez Manu no se toca los tatuajes, sino que se comporta como si realmente estuviera en Etiopía, con la cabeza en otro sitio. Hoy, Manu está serio. Nos dice que ya no aguanta más dentro, que si sigue así va a cometer una locura. Mamá se echa a llorar y yo le estrecho la mano, porque no sé cómo consolarla.
—Hijo, si yo sé que tú no tuviste la culpa, pero ya queda menos. Solo tienes que portarte bien y verás.
Pero Manu no la escucha. Por la manera de tocarse el pelo, tejiendo tirabuzones, sé que está tramando algo y que no sabe por dónde empezar. Entonces, se decide y nos cuenta lo del plan. Dice que de esta no pasa y que es la última vez que pisamos la cárcel. Piensa disfrazarse de Baltasar y, aprovechando el jaleo que se monta en Reyes, escaparse por una puerta por la que se accede a la enfermería. Desde allí, reventará la cerradura que da al exterior. No tiene ninguna complicación, nos asegura. Para llegar a la enfermería, fingirá que le duele la tripa o se dará un atracón de polvorones y figuritas.
—Ay, hijo, de Baltasar.
Eso es lo único que se le ocurre a mamá sobre la majadería de Manu.
—Sí, mamá, seremos muchos baltasares, uno por pabellón, así que cuando descubran mi ausencia ya estaremos lejos.
Supongo que no será necesario explicar que, para completar la fuga, nosotros estaremos fuera a lo Thelma & Louise, con el coche al ralentí para salir huyendo.
En Nochevieja, mamá se come las uvas apresurada. Y pide un deseo. Hace tanto que no la veo sonreír que sé perfectamente en lo que está pensando. Brindamos toda la familia y mamá les anuncia que ya pronto terminará el proyecto de Manu en Etiopía y en unos días estará en casa. Las copas chocan de nuevo y el abuelo, valiéndose de la euforia general, se sirve más champán.
La mañana de Reyes papá explota. Le grita a mamá y le dice que así no ayuda a su hijo, que todo es culpa suya por no saber decirle nunca que no y consentirlo. Mamá lo mira sin pestañear y le ordena que se suba al coche y se calle, que si después no quiere saber más de nosotros, que se vaya. Pero que se suba al coche. El abuelo nos desea buena suerte y me guiña un ojo. ¿Qué sabrá él?
Papá arranca y coge la M-50, más mudos que nunca. Desde el retrovisor veo a mamá llorando, pero con el ruido del motor apenas se la oye. Aparcamos en el sitio y a la hora que hemos concertado con Manu. Ni rastro de traje de Baltasar. Pasan una hora, dos, tres, cuatro. Anochece. Resplandece el encendido de las luces.
—Vamos a casa —dice mamá abotonándose el abrigo.
Papá obedecer sin rechistar. Ahora el que llora es él. A mamá no le quedan ya lágrimas. Otra vez caravana a la entrada de Móstoles. Me pongo los cascos y dejo que Pitbull cante a todo trapo. Espero que este año se hayan acordado de colocar mis regalos bajo el árbol. Y rezo por que olvidemos pronto esta Navidad.
María Soledad García
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