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Martin Eden (2019), de Pietro Marcello – Crítica

Por José Luis Muñoz.

Martin Eden es, sin duda, una de las novelas más complejas, profundas y desencantadas de Jack London, una obra escrita en su madurez creativa en la que narraba lo difícil que era llegar a ser escritor desde el autodidactismo. El autor y aventurero norteamericano, a través del alter ego reconocible de su protagonista principal, no solo hablaba de sus duras vicisitudes para cumplir el sueño de vivir de la literatura, sino que también de la sociedad de su tiempo, la explotación del capitalismo y su propio encaje como ser individualista en un proyecto socialista que le parecía el más justo aunque no se sintiera cómodo en él. El aventurero que se adentraba en el Gran Norte buscando fortuna, el marinero y pirata, el buscavidas que lo fue en toda su existencia hasta que se hartó de ella, conectaba más con el anarquismo que con el colectivismo. Su profundo individualismo no acababa de casar con los preceptos socialistas.

Flaco favor le hace, a mi parecer, el director italiano Pietro Marcello (Caserta, 1976) en su licencia de trasladar a ese Martin Eden genuinamente norteamericano a una Italia a un paso de caer en manos de los camisas negras de Mussolini (y ahí tenemos a un improbable Ducce debatiendo sobre política con el protagonista en un bar) y entrar en la Segunda Guerra Mundial (hoguera de libros quemados por las huestes del Tercer Reich) y no ceñirse ni en tiempo ni en ubicación al original de Jack London: Oakland (California) y finales del XIX.

Tiene este Martin Eden, tan politizado como impostado (las asambleas obreras en las que el protagonista interviene y expone sus argumentos me parecen granguiñolescas, de trazo grueso, absolutamente planas) que pretende ser un fresco histórico, una clara tendencia hacia el feísmo pasoliniano, no solo en la elección de sus numerosos figurantes (desdentados, sucios, mal vestidos, declaradamente feos en un perverso dibujo del proletariado que estaría en las antípodas del Noveccento de Bernardo Bertolucci) sino también en su ambientación en un Nápoles miserable retratado con una fotografía sencillamente horrenda, de video barato. Emplea más de dos horas de tedioso metraje el director de este film para mostrarnos a ese Martin Eden histriónico, interpretado por un muy poco creíble Luca Marinelli, que se pasa ciento veinte minutos haciendo aspavientos, llorando y gritando, y al que le devuelven cartas destinadas a revistas y editoriales sin abrir como seña de su fracaso literario. No vemos ni por asomo a ese hombre de acción que fue Jack London (tumba a puñetazos a un marinero en el muelle y a un rival despechado en un baile), ni se razona su pasión por contar su vida, rica en anécdotas. Hay lagunas en el guion (de la noche a la mañana Martin Eden aparece viviendo en un palacio a costa de un editor altruista); las rupturas con sus parejas femeninas resultan tan incomprensibles como sus enamoramientos; y los constantes guiños al cine de Pier Paolo Pasolini o al del primer Bernardo Bertolucci combativo (y menos interesante e influido por el primero) no hacen otra cosa que uno añore a los originales.

Curiosamente lo que para mí es una película torpe, aburrida, árida y tosca, rodada por un principiante (y no lo es, porque el director tiene en su haber otra película de ficción y cuatro documentales) con muy poco dominio del oficio (prácticamente no hay una sola escena del film que esté medianamente acabada) y mal interpretada, para buena parte de la crítica resulta una obra maestra. Vayan a verla y juzguen porque uno a veces tiene un mal día.

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