El deporte en el ‘Ulises’ de Joyce
El mes pasado hablábamos de la importancia del deporte en la literatura y el arte vanguardistas, que coinciden con la gran eclosión de las competiciones modernas y ven en el ejercicio físico y la competición amateur o profesional una suma de buena parte de sus ideales estéticos y vitales: dinamismo, juventud, fuerza, velocidad, pujanza, tensión, determinación, arrojo, victoria y, en el fondo, un símbolo de un difuso vitalismo nietzscheano en parte festivo y en parte trágico. Ya vimos con algunos ejemplos hasta qué punto la fascinación por el deporte marca a la vanguardia, bien como tema de sus obras, bien como un elemento lateral pero presente para sugerir con una imagen o una comparación alguno de esos valores. Son pocos los autores vanguardistas, en definitiva, en los que no aparece en algún momento aunque sea una fugaz referencia deportiva.
Así ocurre, por ejemplo, en el jayanesco Ulises de James Joyce, compendio entre otras cosas de estampas del Dublín de 1904 por el muy vanguardista procedimiento, que aparece también, sin ir más lejos, en Luces de bohemia, de deambular por toda una ciudad (otro polo de fascinación para la vanguardia) en un único día para mostrar sus múltiples aspectos simultáneos a la manera, en cierto modo, de un cuadro cubista. Hay en el Ulises, por tanto, una muestra razonablemente completa de todo lo que ocurre en un día en una gran urbe moderna: desayuno, oficinas, enseñanza, entierros, prostitución, infidelidades, borracheras, acaloradas y cerriles discusiones políticas en una taberna cualquiera, anuncios publicitarios… y deporte, por supuesto. Diría, sin embargo, que en este caso el deporte es sometido al mismo proceso desmitificador y descendente que todo en esta obra, desde el lejano modelo odiseico, y aparece más como manifestación del absurdo existencial que también siente la vanguardia (de nuevo Valle-Inclán, Buñuel, Huidobro) que como esperanza en el triunfo del enérgico vitalismo del atleta. Comprobémoslo en algunos ejemplos.
La primera referencia deportiva, salvo error u omisión, aparece al final del capítulo quinto, cuando Leopold Bloom se dirige a unos baños en una hora libre después de asistir al funeral de un amigo o más bien conocido muerto repentinamente. A punto de entrar en el edificio, similar a una mezquita, Bloom repara en un cartel publicitario (“Mira, hoy deportes en el College”) que representa “un ciclista encorvado como una pescadilla”, en una imagen que lo dice absolutamente todo, tanto del anuncio (“horriblemente malo”) como del ciclismo, foco que se diría de alienación, de animalización, de postración y tumefacción cuando no de muerte. (Porque hay que suponer que se habla de una pescadilla expuesta para la venta en una pescadería, ya que no creo que en el mar naden encorvadas sobre sí mismas ni mordiéndose la cola). En fin, el deporte está en todas partes (“deportes, deportes, deportes”), de modo que no es de extrañar que, viendo el tiempo espléndido de este jueves 16 de junio, Leopold Bloom piense que es “tiempo para jugar al cricket”, o más bien para “sentarse por ahí bajo grandes sombrillas” y disfrutar de la placidez más del espectador que del deportista. Pero de nuevo aparece la sombra absurda y desmitificadora: “Sin embargo, el capitán Buller rompió una ventana en el club de la calle Kildare con un golpe que iba a square leg”.
El deporte aparece satirizado en otros pasajes de la obra en los que se incide en lo que tiene de absurdo, en su carencia de sentido. Por ejemplo, en el alucinado y demencial capítulo 15, “el sabio de Irlanda […] Mananaan MacLir, barbada figura”, que sostiene en la mano derecha una bomba de bicicleta “golpea con la bomba de bicicleta la langosta que tiene en la mano izquierda”. Hay también una especie de carrera fúnebre: “Tom Rochford, el ganador, en camisa y calzón de atleta, llega a la cabeza de la carrera de vallas hándicap nacional y salta al vacío. Le sigue un pelotón de corredores y saltadores, que saltan desde el borde, en actitudes frenéticas”. Visto con este enfoque, el deporte mismo puede convertirse en un elemento no ya ridículo sino ridiculizador, en un elemento para la desmitificación, al modo de los famosos espejos del callejón del Gato. Ese es el efecto que produce ver nada menos que a Alfred Lord Tennyson “con chaqueta de sport con la bandera británica y pantalones de cricket”, atuendo que muy difícilmente combina con su “cabeza descubierta” y su “barba fluyente” en una yuxtaposición que crea una especie de monstruo grotesco resultado de situar a un poeta laureado de la época victoriana en el caótico Dublín de principios del siglo XX.
En otros casos se trata el deporte como una actividad esencialmente violenta, muy lejos desde luego del fair play y la actitud caballerosa que se suponen inherentes a los deportes británicos. Sin salir del capítulo 15, Martha, al parecer deshonrada por Bloom le amenaza con denunciarle a su hermano, “defensa del equipo Bective de rugby” si no “lava [su] honor”. (Recordemos aquí al Jugador de Rugby de Así que pasen cinco años de Lorca, con la función argumental exactamente opuesta, pero que funciona también como amenaza para el protagonista de la obra).
Sin duda, el boxeo es, sobre cualquier otro, el deporte presentado como más violento, muy lejano a ningún noble arte y más bien hampesco: “Me has hallado en malas compañías”, le dice una ninfa a Bloom, “bailarinas de patas por alto, juerguistas domingueros, boxeadores, generales famosos, actores inmorales de pantomima en mallas ajustadas”. Hay, incluso, interpolada en el capítulo 12, una crónica de un combate que en parte imita (y parodia) el tono admirativo y heroico del periodismo deportivo (“Aun estando en desventaja por falta de peso, el corderillo predilecto de Dublín lo compensó con su habilidad superlativa en el arte pugilístico”, “el gladiador irlandés contraatacó disparando un directo muy bien apuntado a la mandíbula de Bennet”, “le levantó con un gancho con la izquierda, con enérgico trabajo sobre el cuerpo”) y en parte sugiere con ciertas pinceladas la brutalidad extravagante y vulgar del boxeo (“el artillero se trabajaba a fondo la nariz del predilecto, y Myler salía con cara de groggy”, “después de un vivo intercambio de cortesías en que un seco uppercut del militar sacó abundante sangre a la boca de su adversario…”) o sugiere incluso la alienación de la masa que suele provocar el entusiasmo de la hinchada y su tendencia a la explosión violenta: “el muchacho de Santry fue declarado vencedor entre los frenéticos clamores del público, que irrumpió entre las cuerdas del ring y casi le linchó de entusiasmo”.
Por eso probablemente se ridiculiza la pasión nacionalista por los deportes tradicionales irlandeses como un elemento de cohesión identitaria: “Conque allá que arrancaron con el deporte irlandés y los juegos anglófilos como el tenis, y lo del hockey irlandés y el lanzamiento de peso y el sabor de la tierruca y edificar una nación una vez más y todo eso”. O, en la retórica hinchada y orgullosa del nacionalismo: “Una interesantísima discusión tuvo lugar […] sobre el resurgimiento de los antiguos deportes irlandeses y la importancia de la cultura física, tal como se entendía en la antigua Roma y en la antigua Irlanda, para el desarrollo de la raza” en la que se exaltan “los antiguos deportes y pasatiempos faélicos […] en cuanto que apropiados para revivir las mejores tradiciones de energía y fuerza viril que nos han transmitido las épocas antiguas”. Ningún comentario puede ser más expresivo que el contraste entre el deporte tal y como lo ven Joyce o Bloom y el programa deportivo nacionalista.
Hay, en cambio, otro tipo de posibilidades para el deporte. En el capítulo 17, penúltimo de la obra, al volver a casa de madrugada después de todo su largo día de peregrinación por Dublín, Bloom hace recuento de la jornada y, de hecho, de su vida en general. Como buen pequeñoburgués, tiene una “definitiva ambición” cuyo logro supondría para él la redención de las miserias y estrecheces de su vida gris de oficinista: un cómodo retiro campestre con tiempo libre para el desarrollo de una amplia serie de aficiones: “fotografía instantánea, estudio comparativo de las religiones, folklore relativo a diversas prácticas amatorias y supersticiosas, contemplación de las constelaciones celestes”. Serían ideales también algunos “recreos más ligeros”, como “ciclismo en calzadas horizontales bien pavimentadas, ascenso de cuestas de moderada altura, natación en agua dulce apartada” o, sencillamente, y dicho con el tono científico y pedantesco del capítulo, “perambulación vespertina o circumprocesión ecuestre”. Toda una variada panoplia de ocupaciones deportivas de las que, a estas alturas de la novela y después de todo lo anterior, se hace difícil saber qué pensar: ¿debería ser este el verdadero espíritu, moderado y puramente recreativo, del deporte? ¿Es más bien una ironía? ¿Es un índice de la pusilanimidad de Bloom, que desecha de antemano cualquier mínima dificultad en el esfuerzo y termina conformándose con sosegados paseos a pie o a caballo?
En fin, no pretendemos resolver aquí ese problema. Nos contentamos sencillamente con recoger algunas de las menciones al deporte de la magna obra de Joyce como ejemplo, por una parte, de su enorme presencia en la literatura vanguardista y, por otra, de una visión negativa y desmitificadora del deporte como uno de tantos componentes grotescos y enajenantes de la moderna vida urbana.