‘A pie por Inglaterra’, de William H. Hudson
A pie por Inglaterra
William H. Hudson
Traducción de Pilar Rubio Remiro y Gustavu Muñoz Veiga
La línea del horizonte
Madrid, 2020
258 páginas
Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca
Leer, caminar, escribir, viajar, son verbos que se conjugan con todos los que atañen a la memoria: construir memoria, habitarla, relatar la memoria y relatarnos desde la memoria, estar en la memoria mientras nos mantenemos estables en el presente. De este cariz es el libro que tenemos entre manos, este A pie por Inglaterra que escribió William H. Hudson (Quilmes, Argentina, 1841 – Worthing, Inglaterra, 1922) hace más de cien años. Nuestra impresión, durante el tiempo que vivimos dentro de él, pues es un libro que invita a vivir, es la de viajar no solo geográficamente, sino también en forma de época. La nostalgia, o algo que se asemeja a la nostalgia pero que carece de ese punto de patología que podría conllevar, es por un tiempo no vivido, un tiempo anterior a nosotros, un tiempo en el que pisar la tierra era natural y muy sencillo. Las dimensiones se nos antojan mucho más humanas: Hudson se mueve a pie y, en ocasiones, en bicicleta, cuando considera que una distancia de unos pocos kilómetros es demasiado impedimento.
Frente al afán humilde de este observador, está nuestra concepción de un orbe demasiado grande: las distancias que se recorren en avión se nos antojan normales y el tiempo del que disponemos demasiado escaso, pues nos gustaría no dejar centímetro de la Tierra sin recorrer. Es, pues, el espíritu del autor lo que nos lleva de viaje, lo que nos transmite nostalgia: ojalá pudiéramos volver a ser tan respetuosos, tan tímidos, a carecer de este artificio que es otra forma de avaricia, el protagonismo de ser quien más banderas coloca sobre el mapa. Hudson nos ofrece el pasado como garantía de sensibilidad y sosiego: “el placer radica en la alegría de la búsqueda, en el sueño de capturar algo ilusorio, algo misterioso, y expresivamente bello”. Esa búsqueda que reconocemos atañe a un deseo universal, algo posible pero sometido a demasiado acoso, que se puede llamar el alivio. Hudson, ese hombre comprometido con las aves, busca algo de lo que nos vemos privados, pues se nos arrebata hasta como meta: la vida libre y plena, el descanso, el bálsamo de la naturaleza y del mundo rural. Tal vez a lo que más se asemeje este libro es a los cuadros de Constable, otro viajero de las sensaciones, alguien que no precisaba de larguísimos recorridos para saberse dueño de sus días y de sus noches.
El libro está narrado en primera persona del plural, pues a Hudson le acompaña alguien, cuyo nombre no desvela, pero al relatarnos los paseos de este modo ese alguien es el lector. No nos empuja dentro del libro, sino que nos invita a acompasar nuestros pasos a los suyos. Y resulta sencillo aceptar esta invitación, como resulta sencillo acompasar nuestros minutos a su prosa, pues Hudson es uno de los pocos escritores con la capacidad de escribir como se respira en tiempos de calma.
Frente al afán humilde de este observador, está nuestra concepción de un orbe demasiado grande: las distancias que se recorren en avión se nos antojan normales y el tiempo del que disponemos demasiado escaso, pues nos gustaría no dejar centímetro de la Tierra sin recorrer.