«El cuerpo humano» en Afganistán: «La explosión que no sientes es la que ya te ha matado»
Por Horacio Otheguy Riveira
Ya se sabe que la guerra es un incordio que destruye no solo cuanto toca, sino desde el comienzo la vida de jóvenes patriotas o no entregados a la causa que les toca defender. Desde la segunda guerra mundial, el brutal negocio de la guerra también aniquila poblaciones de civiles, cada temporada bélica con mayores daños colaterales que no importan para nada al poder establecido…
Ya se sabe, claro que sí, a través de documentos históricos, películas, obras de teatro, corresponsales especializados, ensayos, novelas… Y desde luego Paolo Giordano lo sabe muy bien, tanto que encabeza su obra El cuerpo humano con una cita de la novela Sin novedad en el frente, de 1929, escrita por el alemán Erich Maria Remarque, al calor de las consecuencias de la primera gran guerra: «Y aunque nos devolvieran este paisaje de nuestra juventud, ya no sabríamos bien qué hacer con él».
Se sabe mucho del sufrimiento de las jóvenes tropas y sus superiores en el brete de matar o morir por causas sólo en apariencia patrióticas, con el cuantioso negocio de toda batalla sobre sus cabezas, pero por mucho que se sepa, bienvenida resulta esta narración que transita conflictos integrados en una situación bélica de aparente falta de guerra, con militares en misión de paz según acuerdos con Estados Unidos y su principal participación en varios centros de gravedad como, por ejemplo, Afganistán, donde el Imperio apoyó la causa nacionalista frente a la ocupación rusa, para luego enfrentarse a sus antes apreciados talibanes fundamentalistas acérrimos, hasta hoy de fracaso en fracaso, mientras varios países occidentales y cristiano envían a sus uniformados.
En este foco, los personajes de El cuerpo humano confraternizan, se humillan, se aprecian y se olvidan porque en medio no solo hay peligros de un ámbito desconocido («los talibanes son peores que los negros y los judíos juntos»). Entretanto, mucho desierto, enemigos fantasmas ante los que hay estar siempre alertas, porque como les señala un oficial al mando, «Si pensáis que cuarenta pasos no son nada, debéis tener en cuenta que son cuarenta ocasiones para dar un traspié y desaparecer de la faz de la tierra». Y luego miraba a uno de ellos, solo a uno, y añadía: «La explosión que no sientes es la que ya te ha matado».
En el pozo profundo de la ignorancia y la violencia de Estados presuntamente democráticos, frente a una etnia que está en su propia casa, estos militares han llegado a Afganistán como voluntarios. El joven cabo para huir de la madre posesiva; el médico para acabar con una relación tóxica… Cada uno huye de algo o necesita refrendar su pasión de vivir o su aburrimiento existencial. En todo caso han de aprender a marginar sus vidas de civiles, sus amores en suspenso y estar juntos para hacer frente a un mandato sin vuelta de hoja:
El ejército está alrededor, encima, debajo y dentro de ti. Aunque trates de esquivarlo, seguirás formando parte de él. Si intentas engañarlo, te engañará a ti.
El ejército carece de rostro. Ningún rostro lo representa. Ni el jefe del Estado Mayor, ni el ministro, ni los generales, ni sus subalternos. Ni tú.
El ejército existía antes que tú y existirá cuando tú ya no estés, eternamente.
El ejército no distingue entre cuerpo y espíritu, se ocupa y dispone de ambos.
El ejército es el que te elige, no tú quien lo elige a él.
La verdadera recompensa a cualquier acción reside en la acción en sí.
Quien cree en el ejército no corre el peligro de fracasar ni en el dolor ni en la muerte, porque el dolor y la muerte son las formas mediante las cuales él se sirve de ti.
Por eso responde: ¿crees en el ejército? ¿Crees en él? Entonces dilo ahora. ¡Dilo!
Esta novela llega tras La soledad de los números primos, con menos originalidad en personajes y planteamientos, pero mantiene vivo el interés por hombres y mujeres al margen de lugares comunes. La situación propiamente bélica es breve pero contundente, antes y después lo que importa es el desajuste con la realidad que a cada uno le toca vivir, entre la necesidad compulsiva de sexo, por muy sórdido que sea, y la frágil soledad de personalidades aparentemente fuertes.
«Se demora. Flavia no se mueve, no lo incita. Dada la inmovilidad, podría haberse dormido, si no fuera porque es evidente que está atenta. cuando René le besa el cuello, sacude con violencia la cabeza, rebelándose. Entonces él la acaricia a lo largo de la línea ondulada de la espina dorsal, para ganar tiempo, pero ella rechaza los preliminares. Le sujeta la mano, lo atrae hacia ella aferrándose a sus costados. Quiere ser tan sólo un cuerpo, no una persona, quiere ser la enésima clienta anónima de su segunda profesión. A René le embarga la tristeza. Vamos, subteniente, eso es lo único que se espera de ti.
Pero no, es justo ella. Y en su coito no hay nada que se parezca a las prestaciones idénticas, controladas, que ofreció a otras cuyos nombres ha olvidado. Por primera vez en su vida, René está haciendo el amor con todos los músculos, no sólo con la pelvis, y no es capaz de pensar con coherencia.
Cierra los ojos para asumir de nuevo el control, pero lo embiste una ráfaga de rayos rojos, cegadores, hay disparos y explosiones por todas partes. Así que vuelve a la habitación, sin ralentizar un segundo. No se hace así, no es eso lo que quieren las clientas, no pagan para eso, está a punto de llegar al orgasmo y no puede detenerlo. Flavia aprieta la cara contra el colchón , está jadeando, o sollozando, René no lo sabe, pero empuja su cabeza aún más, como si pudiera sumergirla en las sábanas. En menos de un segundo se corre, a la vez que el rojo de las explosiones va más allá de sus párpados e inunda la habitación.
Sólo más tarde, cuando aún están tumbados, sin que sus cuerpos se toquen en ningún punto, Flavia habla. No desperdicia una sola frase para poner nombre a lo que ha sucedido, considerar sus implicaciones o justificarse. En cambio, quiere saber del desierto, cómo eran los días y cuánto duraban las guardias, qué comían, qué errores cometieron…».