Por Antonio Costa Gómez.

En los años ochenta leía por las tabernas de Compostela un poema sobre Lauren Bacall, a la que relacionaba con las diosas, con la noche, con las bacanales. Yo vivía en una buhardilla del barrio judío de Compostela y subía a contarme sus aventuras con una compañía de títeres cuando iba en una caravana por toda Galicia y se bajaba en los bosques en la noche por borracheras, discusiones o entusiasmos. Se vestía de negro como un pirata y siempre se sentía del mar.

Le gustaba la intensidad del cine. Una vez cuando salimos de ver “Paris, Texas” de Wim Wenders, con nuestra admirada Nastasia Kinski, se fue por las calles de Compostela para estar solo y pensar. Le gustaba la noche y todo lo que tiene de libertad, de apasionamiento. Una vez, Manuel Rivas cobró una conferencia y se fue a celebrarlo con nosotros, a las cuatro de la mañana nos fuimos a despertar a una mujer a la que Corcón admiraba y cocimos coliflor en una olla exprés. En la noche se ponía estupendo (como decía Valle Inclán) y soltaba parrafadas entusiastas como si lo inspiraran todos los dioses, en el pub Tarasca de Compostela o donde fuera.

Le encantaba contar las leyendas de Muxía en la Costa de la Muerte. En “Taberna a la deriva” aparece un barco-taberna en la Costa de la Muerte y la bitácora contiene los poemas escritos por un esqueleto: “Y solo en la noche / y en la taberna por la noche vi / un océano inquieto sin final”. En “El adiós del viejo marinero” un marinero anciano se dirige a su barca y durante su última noche escribe poemas de amor a la mujer que amó: “En la callada noche / puedo apreciar / la música de mis días. / Una sinfonía compuesta/ por el rumor del mar, / el golpear de los palillos / y el son de tu corazón”. Corcón nos llenó la vida de magia, de pasión y de libertad.