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Las ‘Memorias’ de Carlos Barral

MARIO AMADAS.

Así como se suele hablar del narrador infidente o no fiable, podríamos también hablar, o quizá deberíamos también hablar, del memorialista infidente. Pero no porque los recuerdos estén alterados por una intención de, quizá, manipular unos hechos vergonzosos hasta convertirlos en heroicos o de reescribir un pasado anodino para representarlo mejor, sino porque la memoria –aunque no quiera– vacila, inventa y distorsiona, y lo que tenemos en bandeja, entonces, es ya otra cosa: no testimonio sino, precisamente, memoria, a la vez fiable y no fiable. No existe el memorialista real. Brillante y consciente de eso, Carlos Barral admite que, como memorialista, podría haber buscado apuntes y libretas o contrastado recuerdos con los amigos evocados, pero prefiere no hacerlo para darle al texto un intencionado aire de recuerdo. Vaporoso e intangible. Barral no quiere fijar en mármol el recuerdo fotográfico de unos hechos concretos porque “sería traicionar la naturaleza de la memoria”; lo que consigue es, pues, recrear literariamente una época, unas vivencias, unas ilusiones, una realidad. A sí mismo (con todas sus dobleces). Y lo que consigue es ejemplificar con su escritura cómo funciona la memoria, su naturaleza interna, el hecho en sí de rememorar. La memoria tiene un movimiento, que es el vaivén, y ese ir y venir está espejeado a la perfección en su escritura, en frases curvas, ese vaivén y las inexactitudes de la memoria, su apartarse de la vivencia para convertirse en otra vivencia, su alejamiento de la realidad histórica para fundar otra, concomitante, realidad.

Las más de novecientas páginas del compendio de sus memorias se compone de los libros Años de penitencia, Los años sin excusa y Cuando las horas veloces. Hay dos escenarios protagonistas en este inicio de libro: Barcelona y Calafell. Vemos aquí sus primeras reflexiones sobre la relación (simbiótica) entre memoria y lenguaje, cuando habla de “la acumulación verbal del conocimiento que progresivamente se adquiere del mundo”. Y vemos, más adelante, que se trata de “identificar el mundo habitual de la experiencia que a mí me parece vinculado a los orígenes del propio lenguaje. De indicar la posible relación de ese paisaje escogido de la infancia con los primeros nombres propios de las cosas”. Esos dos escenarios, pueblo y ciudad, y esas dos realidades, experiencia y lenguaje, y más tarde memoria, repercutirán el uno en el otro, confundiendo en uno solo al Carlos Barral público, a la persona, al niño desamparado por la muerte del padre, al escritor y editor.

Maestro del tapiz (sobre el que avanzan sus memorias por fogonazos), cada tema evocado, cada circunstancia, es una lenta explosión que es una imagen. Y en esa imagen se recrea, sin atender demasiado a los rigores del dato exacto, con su memoria despegada, hasta lograr un ejemplo de sociología en el tramo descrito del servicio militar, por ejemplo, o en el de su vida de estudiante universitario y sus ocios pacatos en una ciudad sellada. Más tarde describe su apertura al sexo (y al sexo pagado) como liberación de unas hormonas enclaustradas. No sé muy bien qué pensar de esto: Barral describe su afición a los prostíbulos con naturalidad, sin complejos ni tapujos. Hasta ese punto estaba interiorizada y naturalizada una costumbre como la de ir al meublé o al burdel. Y no sé qué pensar porque está muy bien que lo mencione con esa impudicia, casi como quien no quiere la cosa, pero no ve la coerción ni la extorsión implícitas en ese oficio. No sé si me sirve mucho el hipotético argumento de que era otra época, porque las cosifica igual, ya mayorcito, y hace valoraciones físicas de escritoras contemporáneas que hoy vemos como inaceptables. Con razón.

Las memorias tampoco están ahí para que yo las juzgue, de todos modos. Lo que está bien es que alguien hable de sí mismo sin complejos y eso nos haga pensar, nos inquiete un rato y nos incomode, reconfiguremos nuestras convicciones, debatamos con nosotros mismos si lo que dice nos parece bien o no, porque en la evocación de una juventud asidua a los prostíbulos no hay ningún asomo de cuestionamiento ni duda: es algo que simplemente, que acríticamente, se hace. Es uno de los valores literarios y testimoniales del memorialismo. Incomodar con la evocación.

Una escritura evocadora es lo que vemos, sí, pausada y magmática, lejos de las extravagancias, por otra parte emocionantes, de la prosa de Cela, como si, bajo una lenta superficie de escritura, se alojara un suave fulgor que le diera vida, un color que la hiciera incisiva y memorable. No se distingue por la frase hipotáctica ferlosiana, ni por el léxico rescatado de una cosmogonía propia como el de Delibes, ni unas cadencias pendulares como las de Semprún; es una prosa que se mantiene aislada de esos fastos, con un brillo quedo y perenne, cautiva de los esfuerzos de su memoria. La prosa refleja esa rememoración imprecisa, inexacta, y espejea la memoria atmosférica y vaporosa de una Barcelona gris, de un Calafell soleado. 

Ejemplo, por otra parte, de sociología cultural es su descripción, al inicio de Los años sin excusa, de su ingreso en Seix Barral. Vemos cómo era la vida de aprendiz, la vida de un chaval que acaba de salir de la universidad y empieza a trabajar en una editorial asentada pero caduca, y tiene ideas para renovarla y hacerla receptiva, aquiescente a las literaturas europeas, a los atrevimientos formales que estaban sucediendo extramuros de una España culturalmente estéril, autárquica.

Pero no todo es sociología, claro; el momento, hacia el final de Años de penitencia, en el que cifra su declive, por así decir, el fin de una época vivida, es un sentimiento que todos podemos compartir. Puso palabras e imaginería, conciencia y entendimiento a una sensación tan corriente y fatal como la de darse cuenta de que lo bueno ha acabado. Esa melancolía, esa nostalgia, están ahí. Sabe entender “la superficie refractaria” de las cosas, también de sí mismo, describiendo sensaciones y estados de ánimo inasibles. Porque más que esa sociología cultural e intelectual (que no tiene desperdicio), de la que cada uno de nosotros podría escoger algún tramo predilecto, lo que importa es cómo describe su relación consigo mismo, la plasmación de su personaje y persona, de su memoria y desmemoria. La memoria misma, puesta por escrito.

El memorialista Barral es agresivo con los vencedores de la guerra civil, cosa que (como lector) no esperaba, y las ironías son frías pero efectivas. No diré que hay humor en las memorias barralianas –que entiendo como un todo, como un tramo de escritura que se extiende hasta las mil páginas, y no como tres libros separados– pero sí hay esa doble palabra irónica para lacerar cuando hace falta. Sus divertidos (casi hilarantes) palos a Juan Goytisolo o a Mario Vargas Llosa tampoco hay que ignorarlos.

Disecciona Barral el panorama literario de los primeros cincuenta, incidiendo en el escaso bagaje cultural de esos primeros autores de posguerra, con sus limitadas lecturas del ámbito doméstico, y el retrato de época que dibuja tuvo que dar en algún clavo esencial porque se parece sospechosamente al nuestro. Con sus omnipresentes autores menores, sus egos y con el hartazgo de ver “que se reparten sus premiecillos de poesía”, y él, Barral, políglota y con la mente abierta, señalaba, creo que con acierto, lo nocivo que es leer sólo lo propio, la propensión a la endogamia del mundo cultural.

Que el libro no es cronológico ni tiene intención de serlo lo vemos, primero, porque lo dice, y segundo, por su evocación del 18 de julio y los años de la guerra civil, donde matiza lo dicho en el primer libro de memorias (que es donde quizá tendría que ir). El recuerdo de los bombardeos de Barcelona, de tener que parapetarse en una boca de metro de la plaza Molina o, sobre todo, su recuerdo del fusilamiento de unos frailes del sanatorio de san Juan de Dios en Calafell, son testimonio puro de cómo los niños sufrieron la guerra. Sus recuerdos se ven, de lo bien descritos que están. ¿De quién más podemos decir algo así?

Como decía, Barral se desdobla para hablar de sí mismo, del personaje público que se fue creando con los años. Se describe con esa capa negra colgando de los hombros o el atuendo de marinero y, al mencionarlo, se distancia de ello, con modestia y autocrítica. Y se centra más en sus excesos con el alcohol o en “su régimen tabáquico” que en el decisivo papel que tuvo en el mundo cultural, libresco, en castellano. Por eso no estoy de acuerdo con José-Carlos Mainer cuando dice que son “las memorias más divertidamente ególatras de la literatura española”. Yo he visto autocrítica y un cierto desapego.

También es sintomático y revelador de cómo funcionan las cosas, de cómo se establecen las historias literarias, el repaso que hace a la génesis de los prestigiosos premios Formentor. De las intenciones y de cómo el azar lo predispuso todo para que él y los suyos oxigenaran una literatura estanca. No tiene desperdicio tampoco su definición de lo que construye una literatura nacional, las segundas voces de las que emergen las excepciones, en Los años sin excusa.

Y luego, los escalofríos. La superficial referencia a una chica “que pasó trémula en el viaje de ida [a una habitación] y abochornada en el de regreso”, en el contexto de los encuentros en Formentor. Como también la distanciada mención, desresponsabilizándose por no ser protagonista de ese abuso. Esto ya no es sociología literaria sino la constatación de que el abuso de poder –el abuso en general– ha estado ahí desde siempre. Esa mención (y otras) te hielan como un disparo.

El gesto de su memorialismo se define por ese desdoblamiento de personaje y persona, clave en los mecanismos de cualquier memoria. Tenemos personaje y persona; lenguaje y memoria; y, en esa disposición, vemos cómo, desde esos cuatro ángulos, se dispara al centro, a un centro, para fundar la escritura. Y en ese centro se fragua su manera de evocar, sus libros, espoleados por la cantidad de pensamiento que le dedica a los mecanismos internos de la memoria, a entenderla y plasmarla, tal como es, en la escritura de sus memorias.

A menudo se habla, como en la entrevista que le hizo Joaquín Soler Serrano en uno de los episodios del programa A fondo, sobre ese doble papel de poeta y editor, nunca equilibrado, que arrastró siempre Barral. A esa balanza tendríamos que añadirle un tercer platillo de memorialista, quizá el más importante de todos. Descifrar cómo funciona la memoria, y la relación de uno mismo con su memoria y su entorno y ponerlo fielmente por escrito, es sólo uno de los logros del Barral prosista.

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