Faulkner, un comienzo que no termina
FRANCISCO CERVILLA.
“Que los lean cuatro veces”, fue la respuesta que W. Faulkner dio al periodista de The Paris Review, en la entrevista que le hicieran en 1956, cuando le pidió alguna sugerencia para aquellos lectores que decían que no entendían sus escritos, ni siquiera después de leerlos dos o tres veces.
Un tanto tajante, cabe pensar esta respuesta como una indicación dirigida a la particularidad de cada lector, a la dificultad de cada sujeto con aquello que causa su deseo, y a la propia imposibilidad del escritor de explicar su arte para hacerlo comprensible, sin caer en la impostura. No hay estándar al respecto.
Desde hacía largo tiempo, desconociéndola, yo seguía esta recomendación de Faulkner, al menos con una de sus obras.
En los primeros días de marzo, con la naturalidad propia de los hechos de la vida cotidiana, salí de Madrid para un breve viaje sin sospechar en ningún momento que la peste en ciernes iba a traer un súbito exilio general, la separación atroz de lo que hasta ese momento había sido nuestro modo de existencia.
Considerado Madrid como una máquina expendedora de coronavirus, me mantuve a distancia desde mi novedoso destino, y mi corto viaje se hizo infinitamente largo, quedando convertidos en meses de confinamiento unos días de ausencia.
Llevaba conmigo varios libros que fui leyendo hasta que quedó como única opción el que había ido descartando. Se trataba de Las palmeras salvajes de W. Faulkner, con prólogo de J. Benet, y una cuestionada traducción de Borges.
Antiguo en mi biblioteca, este libro, con el que no me entiendo, y yo, nos quedamos a solas. Comenzada y abandonada varias veces su lectura a lo largo de los años, casi me sé de memoria sus primeras páginas. Tanto es así que he establecido un vínculo con esta novela en el que se cumple el aserto que hace poco leí en una narración de Álvaro Enrigue sobre la apachería: “toda historia comienza donde termina”. Fórmula de la repetición que me trae a la memoria otra más, bajo el atractivo título de otro libro, Un comienzo que no termina, de Octave Mannoni, reconocido psicoanalista francés del siglo pasado.
Estos dos enunciados que comparten el mismo patrón me sugieren, pese a la repetición, o seguramente gracias a ella, que todos esos regresos a Las palmeras salvajes, no entrañaban una vuelta a lo mismo. No buscaba eso, claro está. Eran un nuevo comienzo de lectura, tratando de desechar las precedentes para permanecer abierto a un hallazgo cualquiera que me abriera un campo de lectura que intuía inmenso.
Más allá de mi anhelo, de manera inevitable, la lectura ulterior modificaba per se el recuerdo de la lectura anterior. Las palabras siendo las mismas, dejaban de serlo, significaban otra cosa. Los mismos personajes eran otros, yo era otro.
La distancia entre dos lecturas de un mismo texto funciona como una grieta que se traga los significados previos cediendo su lugar a otros diferentes, esa discordancia suele funcionar como estímulo; pero en los distintos intentos de abordar Las palmeras salvajes comprobaba que no se cumplía para mí la afirmación de Lope de Vega en La Dorotea, que tanto me deslumbró cuando la encontré: “La diferencia causa novedad y despierta el deseo.”
Invariablemente el libro continuaba siendo un artefacto extraño para mí.
Más bien diría que, en cada vuelta, la exigencia del relato precipitaba el abandono del libro y el fracaso de su lectura a la que, sin embargo, nunca renuncié del todo, lo que me situaba ante un inexorable comienzo que no termina.
Así pues, este libro revisitado, estando lejos de su estante habitual, se convirtió en mi compañía durante el confinamiento. Se movía conmigo por la casa en que me encontraba, como si no pudiera apartarme de su parte no leída, tan desconocida y extraña como la casa. O tal vez era el libro que, negándose a ser relegado en algún rincón inhabitado, me seguía.
¿Qué le pasa al libro? ¿Y a mí, que a pesar de rehusarlo tantas veces me lo llevé de viaje?
A diferencia de otras ocasiones, dada su insistente presencia, hice como el voyeurista doctor dentro del Doctor, personaje inicial de Las palmeras salvajes, respecto a sus inquietantes inquilinos, empecé a observarlo y a leerlo con lentitud.
Sin embargo, no encontraba en Faulkner la pausa que me era necesaria, ese punto del escrito en el que paras y tomas aire: su escritura desmesurada, de aspecto caótico, no admite sorbos cortos. Y aquí, en este punto de dificultad, ese magnífico blog de literatura titulado Calle del Orco, me regala una oportuna cita de Roberto Bolaño: “Todos los libros son difíciles en cierto nivel de lectura, pero los buenos libros son también fáciles en un primer nivel de lectura. Ahora, si es buena literatura, siempre, siempre son difíciles en el fondo. Cuanto más te sumerjas, más aire necesitas.”
Así pues, para este libro intenso necesito del viento suave y apacible de Céfiro.
Sus largas frases sin aliento, sus profusas descripciones, sus frecuentes paréntesis, la alternancia de sus historias, piden una lectura aplicada, y pueden llegar a aturdir cuando pretendes representarte la detallada realidad que el autor inventa, o bien cuando te resuenan las situaciones o el estado anímico de los personajes que Faulkner va construyendo.
En algunos pasajes descubres que toda concentración es inútil además de displacentera, puesto que tu atención, no flotante como debiera ser, se disuelve si no aceptas que algo irrescatable se escapó durante la lectura y caes en la tentación de regresar para retener lo ya leído que, de todas formas, ya no está, ha desaparecido, si es que alguna vez estuvo: una idea fugaz, un pensamiento huido, la sombra de una frase. No existe un tiempo lineal de huellas fijas, sino un tiempo fragmentado por cuyas fronteras se escurren los significados, las palabras, la propia lengua, y no queda más opción que permanecer en el instante de su presente.
Entonces es cuando puedes entregarte a la lectura del escrito, a dejarte llevar por su lenguaje hasta que el texto consigue envolverte. Faulkner manda, y te encuentras de golpe a la deriva en un maltrecho bote sobre las furiosas aguas oscuras de un desbordado Mississippi, o en mitad de un desastre, de un vendaval, o tocado por la soledad, el peso de la culpa o la incertidumbre de los personajes.
En un determinado momento subjetivo no quieres continuar ahí, llegas a una página en que la prosa puede asediarte y notas que se acaba tu docilidad con el libro, y de forma abrupta cortas en la mitad de un párrafo y rompes deliberadamente el ritmo narrativo. Dejas descansar al libro, que no se aleja de ti.
Pausa, o mejor interrupción, o fragmentación lectora, ad libitum, según tu deseo. Tal vez sea esta la única manera de continuar con Las palmeras salvajes, sin entrar en una repetición.
El arte no siempre es grato, lo rodea el tiempo, los intentos, los fracasos, y alberga sellados secretos. Incluido para su propio autor.
En la misma entrevista de The Paris Review, Faulkner decía: “No fuimos capaces de alcanzar nuestro ideal de perfección. Por eso juzgo a mi generación sobre la base del clamoroso fracaso en nuestro intento por lograr lo imposible… Por eso sigue trabajando el creador, intentándolo de nuevo una y otra vez; porque cree que esta vez lo va a lograr”
No sé si es aplicable al lector la lógica del escritor, pues a fin de cuentas leer, cuando no se trata de simple entretenimiento, puede ser también un acto creativo salvo que te quedes atrapado en el espejismo de una trama, de una narración.
“Toda historia comienza donde termina” o ”Un comienzo que no termina”, dos fórmulas de la repetición que, más allá de la reiteración, tienen que ver con ese imposible que señala Faulkner. En el comienzo, un origen indecible cubierto por los mitos; en la terminación, un final irremediablemente inconcluso, siempre escrito por otro. Y entre un lado y otro del trayecto, entre su principio y su fin, ese famoso abismo.