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Nieva en Benidorm (2020), de Isabel Coixet – Crítica

Por Jordi Campeny.

Asomarse al cine de Isabel Coixet es, desde siempre, entrar en un microcosmos particular. Bello, lírico, nostálgico y sensible. En ocasiones, sin embargo, en sus trabajos menos inspirados, y siempre rigurosamente fiel a su ética y estética, lo lírico y bello se antojaba naíf y pseudolírico; lo nostálgico, empalagoso y lo sensible, sensibloide. Coixet tiene películas hermosas: Cosas que nunca te dije (1996), Mi vida sin mí (2003) o La vida secreta de las palabras (2005). El tramo central de su carrera resulta más errático y reiterativo: Elegy (2008), Mapa de los sonidos de Tokio (2009), Ayer no termina nunca (2013) o Aprendiendo a conducir (2014). Y enmedio de su dilatada trayectoria, hallamos proyectos más académicos y premiados: La librería (2017) y algún patinazo indigerible: Mi otro yo (2013) o Elisa y Marcela (2019). Todo su imaginario desembocó en una serie para HBO, Foodie Love, que condensa a la perfección su mundo, con sus aciertos y sus excesos; un auténtico parque temático coixetiano. Y es que la realizadora catalana, guste más o guste menos, ha sabido crear un sello distintivo y hasta un adjetivo que lleva su nombre. Y eso está al alcance de muy pocos.

Con Nieva en Benidorm, Isabel Coixet consigue algo insólito: la película contiene elementos pura e inequívocamente coixetianos pero, a su vez, construye un artefacto diferente a todo. Un jubilado inglés adicto a la meteorología, rincones urbanos desenfocados, tristeza frente a una lavadora, reflexiones acerca de la mugre que esconde todo lo blanco, asistentes fantasma que callan demasiado, una bellísima y solitaria mujer bailando al son de Mina, la melancolía frente al horizonte, el oxímoron de su título. Los detractores de Coixet tienen, ciertamente, artillería, pero Nieva en Benidorm consigue virar hacia ciénagas inexploradas y no parecerse a nada. Alejándose de todo y de sí misma, Coixet ofrece una película que solo puede ser suya.

Hay una historia de amor y una trama de cine noir que se acaba diluyendo como las peores borrascas. Un prejubilado (Timothy Spall) viaja a Benidorm en busca de su hermano desaparecido y allí conoce a una bailarina de burlesque (Sarita Choudhury). Aunque uno no ha vivido apenas nada y la otra parece estar ya de vuelta de todo, surge entre ellos un simulacro de relación afectiva, sin duda más producto de la soledad y la falta de afecto que de un auténtico estallido pasional. Agazapada tras la luz de levante y las miradas abatidas de estos animales heridos, se gesta, tímidiamente, una trama de especulación urbanística y cine negro que, como la película, acaba desvaneciéndose entre la singularidad y decadencia moral de esta especie de no-lugar: Benidorm, pintoresca y marciana, el enclave perfecto.

Coixet, libérrima y desatada, apoyada por un estupendo diseño de arte y vestuario y la partitura de Alfonso de Vilallonga, nos ofrece una película en la que conviene dejarse llevar y perderse por sus esquinas. Nieva en Benidorm es bella, imperfecta, arriesgada y melancólica. Y está atravesada, de principio a fin, por un halo de extrañeza. En su corazón mismo late un enigma, y poco importa si lo acabamos de desentrañar.

Y así, entre bailarinas vaginales, policías que recitan a Sylvia Plath en un inglés deplorable, carniceros arruinados, parques de atracciones abandonados y un entorno absurdo y hortera, asoma una luz bella y mortecina que tiñe los rascacielos levantinos de una extraña melancolía. Es la herida de algo esencial que hemos perdido por el camino.

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