Emilio Pettoruti, un pintor ante el espejo
ANDRÉS G.MUGLIA.
Existe un largo debate al interior de los países latinoamericanos, en relación a su dependencia cultural de las naciones que a su turno han dictado los cánones del arte occidental. Desde fines del siglo XIX y durante el siglo XX este eje se encarnó en sendas ciudades capitales y cambió dos veces: de Roma a París a fines del XIX y de París a Nueva York a mediados del XX. Testimonio del magnetismo que esos polos culturales operaron sobre los artistas de su época, son las múltiples biografías que muchos de ellos nos han dejado sobre sus periplos iniciáticos.
Emilio Petorutti fue un pintor argentino nacido en la ciudad de La Plata, que realizó durante la primera década del siglo XX el típico viaje de estudios de todo artista plástico que se preciara de tal. Su destino primario fue la ciudad de Florencia. Becado por el gobierno argentino, tenía la obligación de presentarse luego en París bajo la tutela de otro gran pintor, Ernesto de la Cárcova. Pero Petorutti nunca llegó a París, se quedó en cambio diez años viviendo en Italia, mucho tiempo después de que la flaca beca que el gobierno le había otorgado dejara de llegar; aprendiendo, experimentando y desarrollando su arte. Relacionándose con artistas italianos que en su época revolucionaron el arte moderno a través del Futurismo.
De sus experiencias en la agitada Europa de preguerra y de las posteriores que le deparó el regreso a su tierra convertido en un artista de vanguardia, versa esta fascinante autobiografía escrita con un estilo sobrio pero llevadero, poblada de anécdotas muchas de ellas humorísticas, de bambalinas del arte europeo y argentino de su época, de nombres que resuenan en la mente del connoisseur o del simple aficionado a las artes. Un pintor ante el espejo funciona precisamente como espejo de una época que fue decisiva para entender el arte de hoy en día. Tiempos de nacimiento y de trauma de un arte que había conservado hasta ese momento, pese al cambio de estilos, una ligazón indisoluble con la representación de la realidad. Pero que, con la aparición del daguerrotipo y luego de la fotografía, inauguraría nuevos campos de experimentación. Así nacerían las vanguardias que propiciarían primero el arte abstracto, esto es un arte desligado de la obligación de la mímesis y la figuración, y más tarde el arte conceptual, que perdería definitivamente la vinculación antaño tan clara entre las artes plásticas y el objeto.
En medio de esta revolución que se gestaba se sitúa Petorutti, un joven de poco más de veinte años nacido en una ciudad sin historia. Porque La Plata había sido fundada en 1882 por el gobierno argentino para darle una capital independiente a su provincia más importante. Quizás por haber nacido en medio de la novedad, Petorutti estaba iniciado en la dinámica de abrazar lo nuevo, lo revolucionario, lo transgresor. O quizás la nuestra es una conjetura superpoblada de poesía. Lo cierto es que el joven Petorutti, inquieto, sociable, pero también responsable y consciente de lo que valía su tiempo en Europa, comenzó su camino personal como artista. Derrotero que lo llevó lejos de las academias y lo metió de lleno en los museos y las iglesias del viejo mundo, donde copió a Giotto, Masaccio y todos los maestros italianos mal llamados primitivos; y en talleres de cerámica, esmaltado y aquellos cuya técnica le parecía interesante incorporar a su conocimientos de artista plástico. Allí trabajaba gratis a cambio de que le enseñaran el oficio.
Pronto se relacionó con gente de la bohemia florentina, y más tarde con nombres del ambiente artístico de toda la península que trascenderían su tiempo, como Filippo Marinetti, Carlo Carrá y muchos otros.
En medio de los días de aprendizaje y las noches agitadas, en los bares de una Europa en donde la Primera Guerra ya golpeaba la puerta, Petorutti comienza a trabajar como ilustrador para publicaciones y periódicos, diseñador de escaparates, pintor de postales y otro puñado de labores subalternas a su arte que le permitieron la independencia económica. Al mismo tiempo, primero en compañía de otros amigos artistas y más tarde en solitario, comienza a exponer en Florencia, luego en toda Italia y más tarde en otros puntos de Europa como la galería Der Sturm de Berlín, importante trampolín para la trascendencia de los artistas de vanguardia europeos.
Un pintor ante el espejo muestra cómo, con paciencia, mucho trabajo y un profundo compromiso con su arte que incluso le hace postergar los asuntos del corazón, Petorutti se fue haciendo a lo largo de su permanencia en Europa un nombre dentro del ambiente del arte moderno. Atraviesa incluso la convulsión de la guerra sin que ésta haya desviado su determinación. Pero cuando todo prefiguraba un futuro promisorio, el llamado del terruño dobla su destino. Su familia le reclama por su alejamiento de una década ininterrumpida, y algunos asuntos económicos que tiene que atender sin falta fuerzan un regreso a la patria que sería decisivo para el resto de su vida como artista.
Una vez en Argentina el retorno fugaz se prolonga y los problemas se suceden postergando indefinidamente su regreso a Europa. Una etapa oscura de rechazo e incomprensión para con su obra le espera como para rubricar la afirmación de que nadie es profeta en su tierra. Su primera exposición en la galería Witcomb de Buenos Aires es un verdadero escándalo. Detractores y defensores (que son pocos) se trenzan a golpes de puño y la policía tiene que intervenir. A partir de esa exposición y durante muchos años Petorutti se ve tristemente obligado a colocar un cristal en sus obras, para evitar que los vándalos las escupieran o escribieran insultos sobre ellas.
A la brillante y promisoria etapa europea suceden años donde Petorutti debe soportar el rechazo, no solamente de los legos, sino del entorno artístico que tampoco comprende un arte que califican, con profundo desconocimiento, de futurista. Por esos mismos años recibe el ofrecimiento de ser Director del Museo Provincia de Bellas Artes de la Provincia de Buenos Aires. Petorutti acepta el desafío y se vuelca de lleno en los vaivenes de la gestión. Con un presupuesto exiguo logra reorganizar un patrimonio desparejo y sin catalogar, consigue salas para exposiciones permanentes, se vincula con otros museos de Latinoamérica. Pero ese pequeño estímulo no logra iluminar un presente que echa sombras sobre su arte que, pese a que no consigue la comprensión ni las ventas esperadas, Petorutti no ceja de profundizar en la búsqueda de un estilo propio que edifica obstinadamente; en tanto se ve obligado a dar clases de dibujo en el colegio industrial para poder sobrevivir.
El amor vendrá a paliar sus amarguras de la mano de su futura esposa, la poetisa chilena María Rosa González. Pero hasta eso le resultaría difícil al atribulado Emilio, porque María Rosa estaba casada, lo que obligó a que durante años su relación fuese un ida y vuelta a través de la cordillera hasta que ella pudo divorciarse. A través de González, Petorutti se vincularía con otros artistas chilenos y, sobre todo, con la incomparable Gabriela Mistral, íntima amiga de María Rosa.
Los años de la nueva guerra mundial serán paradójicamente para el artista tiempos de buenas nuevas. Pues a través de su trabajo como director de museo, recibe una invitación para exponer en los EE.UU. La gira se prolongará por ocho meses a lo largo de los cuales recorrerá en compañía de su esposa las ciudades, museos y galerías, exponiendo con buenas críticas y un gran suceso de ventas. Petorutti recibía así, de nuevo en tierras extrañas, la comprensión y el respeto que le era esquivo en las suya.
Quizás por eso y ante el éxito obtenido en su gira, el artista decide llevar su voz allí donde fuese escuchada y parte hacia Europa en el año 1952, para radicarse definitivamente en París. Así termina Un pintor ante el espejo. En el año de 1970, según sus biógrafos, Petorutti había decidido regresar a la Argentina, pero una enfermedad súbita lo sorprendió en París donde falleció en el año 1971.
Un pintor ante el espejo es una autobiografía donde, quien la sepa leer, puede adivinar una parábola apenas inteligible. La del destino de los que se atreven a adelantarse a sus contemporáneos, ejerciendo el porvenir en medio de las críticas siempre numerosas de los que al cómodo amparo de la tradición, sueltan su basura conformista sobre los que se aventuran en lo desconocido.