Marina Tsvetaieva en Moscú
Por Antonio Costa Gómez.
Estuve en Moscú unas navidades. Salía del hotel Belgrado junto al Moscova, iba por Arbat hacia la plaza Roja y tenía que volver enseguida porque el frío me quemaba la cara . De madrugada escuchaba cantar a los borrachos. Todo era exagerado y prodigioso. Las torres del Kremlin me alucinaban y el delirio de San Basilio me bailaba con vértigo en los ojos. Nevaba sin fin y a veces bajaba a tabernas de Kitaj Gorod por laberintos de escaleras como si estuvieran al fin de caracolas ardientes.
Me acordaba de Marina Tsvetaieva. Escribió poemas de un idealismo extremo y de una furia de belleza mientras estallaban a su alrededor las guerras, el hambre y las revoluciones. Volvió a Moscú incauta, paseó abandonada por todas partes, tuvo que dar su hija a un orfanato, la mandaron muy lejos como una pelota y se mató. No quería ver alrededor, solo quería ver sus ideas y su pasión por la plenitud. Le escribía poemas a Alexander Blok como si fuera su Bella Dama. Le escribía exaltada a Rainer María Rilke como Orfeo y no quería admitir que fuese solo un hombre enfermo de cáncer.
Habló de la pasión y la grandeza con desgarramiento e ironía. Si el hombre se va con otra es como si cambiase el mármol de Carrara por un producto del mercado. Dice que le gusta que el hombre no esté loco por ella porque añora esa locura tremenda. Piensa en fascinar cien años después a alguien que considerará a las mujeres reales de su entorno pura mediocridad. A veces se despega del universo entero: lo mejor es pasar sin dejar huellas, sin tocar nada. Imagina que es Psique y se aparece al dios Amor en la noche, al revés que en el mito griego : “Soy tu ocio del domingo, tu pasión,/ tu séptimo día y tu séptimo cielo”. Sabía que era desmesurada, que los cobardes y los mediocres no la comprenderían. Moscú era desmesurado y místico, a pesar de todos los materialismos, y ella era excesiva y desolada.