Reseña de “Jardín con biblioteca”, de Carlos Aganzo

Por Jorge de Arco.

Muchos, muchísimos siglos atrás, Aristóteles apuntó que el alma de cada ser humano no es inmortal, sino corruptible e imperecedera. Al cabo, lo que sí sería inmortal es nuestro entendimiento, que alcanza a ser único para todos. Desde esa premisa, el conocimiento de Dios, del hombre y del universo tendría unos límites desde lo cuales la razón puede moverse con mayor o menor acierto. O lo que es lo mismo, nuestros actos podrían inclinarse -o no- a perfeccionar cuanto nos rodea, desde los elementos de la Naturaleza hasta nuestros mismos hábitos. Sin embargo, el curso de los tiempos parece que no nos ha llevado precisamente a optimizar nuestras acciones, sino más bien a dañar e incluso eliminar lo que más ambicionamos.

Y traigo a colación esta reflexión con fondo aristotélico tras la gozosa lectura de Jardín con biblioteca (Cálamo. Palencia, 2020), de Carlos Aganzo, un poemario que alza su voz para reflexionar acerca de la crisis actual de valores y que profundiza en la falta de compromiso a la hora de respetarlos y mantenerlos.

El autor madrileño (1963) anota en su prefacio que es este el poemario que cierra el ciclo iniciado con Las voces encendidas (2010), el cual tuviera continuidad en Las flautas de los bárbaros (2012) y En la región de Nod (2014). Una tetralogía, sí, que incide en “la caída de todos los imperios frente al volcán imparable de la codicia. La lucha sincera de los héroes contra su destino. El regreso a las oscuras fronteras de la resistencia”.

Escritos en su mayoría entre Sicilia, Nápoles y la Costa Amalfitana, estos dieciocho poemas se articulan como un cántico unitario, donde el yo indaga en el proceso globalizador que va carcomiendo la dignidad humana y donde lo material parece haber vencido definitivamente a la virtud. La inacción y la falta de responsabilidad de buena parte de la sociedad siguen contribuyendo a esa apatía, a esa indolencia que es, en suma, sinónimo de incultura y mediocridad.

Al menos, el fulgor de la palabra le sirve al sujeto lírico como bálsamo para entonar un discurso vinculante con lo moral, con la forma de asumir un comportamiento adecuado que priorice criterios axiológicos:

 

Yo no puedo luchar, no soy hoplita.

Pero puedo cantar. Y cantaré.

 

Si me cortáis la lengua, daré palmas.

Si las manos, patadas contra el suelo.

Y si los pies, encenderé una hoguera,

(…)

Yo no puedo luchar, no soy hoplita,

siquiera ciudadano

después tanto como se ha perdido.

Pero aún puedo cantar (como la musa,

la cólera de Aquiles por los muertos).

 

Sabe Carlos Aganzo que la caída de las más variadas manifestaciones culturales, que el desinteresado desorden y el aciago dictado de la confusión promovido por los estamentos políticos no son sino señales palpables de la decadencia contemporánea. No cabe duda de que las veredas que podrían devolver a los albores de la introspección a cada individuo, a lo que podría dar sentido a su sabiduría empírica, sería aquello mismo que ya propugnara Copérnico. El filósofo polaco promovió la restauración de la belleza, la conjugación de lo sencillo y lo armónico. Un pionero de la modernidad, sí, pero que paradójicamente intentó regresar con todas sus fuerzas a la pureza y los valores grecolatinos. Porque no hay olvidar que el “valor” proviene del latín, valeo: ser fuerte, sentirse bien, ser eficiente y efectivo.

Tal vez, por eso, el poeta escriba con verso firme:

Serena tu inquietud.

Ofrécete a la noche.

Igual que ayer, lo mismo que mañana.

No quieras saber más.

(…)

Entrégate a la danza

lisérgica de Juno.

Lame con gusto el aire.
Siente el pulso del ansia

cimbreando en los labios,

las ventanas del cuerpo

trepidando en las sombras.

Al hilo de este inquietante escenario, va creciendo la necesidad de dibujar un paisaje donde la integridad ética resulte un elemento fundamental y conformador de la intencionalidad humana. Porque el único deber que verdaderamente se impone en nuestra colectividad es el del respeto a las leyes, a la independencia y a los ideales que simbolicen nuestra convivencia. Y desde ahí, precisamente, se enraíza el verso del poeta, a través de un ritmo palpitante y un decir solidario.

“¿Qué hemos hecho para desprender esta tierra del sol? ¿Hacia adónde nos movemos nosotros apartándonos de todos los soles? ¿No vamos errantes como a través de una nada infinita?”, se preguntaba Nietzsche en El gay saber.

En este Jardín con biblioteca, Carlos Aganzo se interroga -nos interroga- por “¿desde dónde contar la incertidumbre?”, por cómo renombrarnos y reinterpretar estos signos que nos conduzcan a ser mejores ciudadanos, mejores personas y consigan aliviar, de una vez para siempre, los latidos que están “punzando la orfandad del corazón”.

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