Recordando a Hellboy
Firma invitada: Texto escrito por el profesor Francisco J. Francisco Carrera.
La historia de Hellboy es larga e intensa. Hellboy, ese grandote rojo con cuernos rotos y un corazón del tamaño de Arizona. Tan larga y tan intensa que solo se puede empezar a ver un poco su grandeza si con tiempo y paciencia vamos poco a poco leyendo y desgranando todo lo que su creador, Mike Mignola, nos ha ido regalando durante décadas. Uno compara, por ejemplo, el primer volumen “canónico” de la línea cronológica principal del personaje con la última y se queda boquiabierto, por todo lo que ha pasado y por el desarrollo excepcional de la trama. Trama principal que, por supuesto, como toda buena receta, fue mejorándose con ingredientes mínimos pero esenciales, todos esos relatos que Mignola fue construyendo alrededor, algunos muy líricos, otros más narrativos o dramáticos. Los relatos considerados centrales a su ciclo narrativo son muy sólidos y cada tomo hace que el mundo presentado crezca tomando elementos de las leyendas artúricas, la brujería o profundizando en los cimientos lovecraftianos que ya están presentes desde que Semilla de destrucción viera la luz en 1994. El segundo hito dentro de la trama, el volumen que llevó por título Despierta al demonio, empezó a dar claras muestras de robustez, pero fue a partir de El gusano vencedor cuando las cosas se ponen al nivel de calidad que estamos acostumbrados al hablar de Hellboy y Mignola. Luego llegaron El tercer deseo y La isla apuntalando una explosión imaginativa y artística de las tramas, algo que toma todavía un giro de mayor complejidad al entrar en el último tramo de la historia, ese tour de force compuesto por La oscuridad llama, La cacería salvaje y La tormenta y la furia. Toda esa complejidad manifiesta viene apuntalada por su héroe con visos de antihéroe, aunque por supuesto Hellboy lo que tiene de antihéroe lo tiene en su exterior, solo para aquellos dados a juzgar la fachada y olvidar el interior. El investigador de lo extraño y lo paranormal es un alma bondadosa y no deja de mostrarlo en cada gesto amigable hacia su equipo o hacia cualquier personaje que él considere desvalido. Sus modales, toscos pero siempre “justos”, lo convierten asimismo en un ancla de significación ante los numerosos hilos narrativos que los guiones de Mignola desarrollan.
Entre los engranajes barrocos de la historia principal, Mignola da espacio para que Hellboy y su mundo respiren de manera más lírica en otras obras aparentemente menores, pero que están cargadas de significado y cuya lectura amplifica las ya profundas melodías de las obras canónicas. En este apartado, joyas como El cadáver, Cabezas o El rey Vold brillan con luz propia. Todo funciona como un reloj, solo que el lector no lo sabe hasta que va avanzando poco a poco de la mano del gigante rojo de cuernos quebrados, esto se ve todavía con más claridad en una segunda o tercera lectura de todo el corpus de las obras de Hellboy.
Historia aparte, dicho esto en ambos sentidos, aunque conectada es Hellboy en el Infierno, ese epílogo que nos llevan de vuelta al Mignola más poético e intimista, al más onírico también. Acaso para despedirse, Mignola vuelve también a los lápices, con esos trazos tan particulares. Recordemos que la última vez que lo dibujó fue en La isla, momento en el que decide pasar esas labores a Duncan Fegredo centrándose él en el guion, algo comprensible viendo las complejidades por las que iba desenvolviendo su personaje. El dibujo de Fegredo es excepcional, profundamente minucioso, y de alguna manera complementa al de Mignola, aparentemente más etéreo y sugerente.
Y así estamos, con una historia de un ser enorme, larger than life, como dicen en inglés, enorme en valentía, en bondad y en autenticidad. Aquel que debía ser el heredero del infierno, pero decidió lo más difícil, ser el mismo. Creo que podemos aprender mucho de él, de su valentía, de su necesidad de mantenerse firme en sus convicciones más profundas.