Novela ‘El hombre analógico’: Capítulo I – parte VI, ‘Heráldica desaforada’
DANIEL FUENTES.
Todavía pasó la reclamación a limpio corrigiendo algunos adjetivos. La releyó dos veces desorbitando los ojos. Asentía levemente y chafaba los labios en una mueca, que en parte era de satisfacción y en parte de nerviosismo por la excursión pequeñoburguesa a una zona de peligro que estaba recién empezando — «salir fuera de la zona de confort al menos una vez al día «, aconsejaba Paulo Cohecho en otro post-it que colgaba de la puerta del baño —. Declamaba en voz baja la lectura, barbotaba de un lado a otro del rellano enfrente de la taquilla del metro, acompañando los bisbiseos con un trémolo drámatico de manos, o a veces crispando el gesto para mandar callar, interpelar, mediar o pedir respeto a Tertulietor y Terturiel, que, durante la redacción de la queja, en ningún momento habían dejado de exponer sus insidias y razones.
-¿Pero os queréis callar, que no me dejáis concentrarme, y tengo que acabar esto, que si no llego tarde al trabajo? —les decía Tertuliano a sus golemcitos, mirándose alternativamente por encima de los hombros, o a veces sacudiéndoselos como un animal que se espantase la caspa, sobre todo cuando Tertulietor se le colgaba de las guías del bigote como un trapecista o le intentaba sacar la cera de los oídos como si el tridente fuese un bastoncillo de algodón.
-Tertu, tío, que se me ha enredado el tridente en los pelos de tus orejas, a ver si nos los cortamos, jodío…— le decía Tertulietor—, a lo que Tertuliano respondía saltando sobre un pie, a la pata coja, haciendo ventosa con la palma de la mano como para sacarse agua del oído.
Se ponía nervioso siempre que se cargaba de razón, y jugaba a menear el mostachón de karlista, haciendo aparecer y desaparecer las guías del bigote de su campo visual, como para hacer comparecer un marco desde el que mirar, o también, según el caso, a través del que admirar las grandezas y miserias de la realidad y toda su impedimenta de ruido y furia. Intentando camuflar el rictus alelado de satisfacción dentro de su continente de conspicuo ciudadano, dobló el papel timbrado de la reclamación en tres partes, sacó de otro compartimento del cabás una barra de lacre, le aplicó fuego con su encendedor de mecha, que tardó un rato en prender, y le puso el sello de la heráldica familiar, en una de las muchas variantes misceláneas que había ensayado con la esgrima irreductible de su gubia. La descripción del escudo de los Sánchez de Vascongadas, según su manual de genealogía y heráldica, era la siguiente: “en plata una banda de gules, cargada de un león rampante, en azur” —abajo, venía la traducción en román paladín: sobre un fondo plateado, una banda diagonal roja con un león rampante en azul—.