‘Un hipster en la España vacía’, de Daniel Gascón
DAVID ALFARO.
—Ahora mismo cogemos el coche y vamos a decirle cuatro cosas a esos hijos de la gran puta.
—Me parece una buena idea, diálogo, diálogo, diálogo…
Así de inocente, de agudo sin pretenderlo, de gracioso sin querer, de fuera de lugar, a fin de cuentas, es este hipster que vive en la España vacía. Desde la portada ya intuimos que el ingenio del más alto nivel es el motor de esta novela divertida e hilarante con la que Daniel Gascón ha sabido conectar con el lector en varios niveles. El primero, el siempre denostado nivel cómico en la literatura, porque te ríes leyendo su novela. El segundo, el de la empatía con muchos de los personajes, porque nos sentimos representados. La mezcla de lugareños de pueblo y extranjeros de ciudad hace que por momentos te veas a ti mismo con tus dejes hípster de los que reniegas o que recuerdes aquellos veranos en el pueblo en los que la libertad podía llegar a ser brutal e incontrolable.
¿No era un poco como lo de Marx, cazar por la mañana, pescar por la tarde, apacentar al ganado por la noche y después dedicarme a la crítica?
El autor ya lo avanza en el título, estamos ante el reverso luminoso de ‘La España Vacía’, ensayo que, igual que salva de la muerte (literal y figurada) al protagonista de la novela, también dota de vida el universo que se nos presenta ante nuestros ojos lectores. Si el libro de Sergio del Molino es de un realismo trágico, la novela de Daniel Gascón representa la comedia surrealista que deviene en costumbrismo. Tan graciosa e hilarante que se convierte en nostalgia vívida de lo que la España vaciada ya nunca será.
Jordi nos miró un poco desconcertado, con la expresión inconfundible de un miembro de tu familia política al que pides una sandía para masturbarte.
Dicen que en todos los pueblos hay un alcalde y un tonto y que, en algunos de esos pueblos, incluso son personas diferentes. Cualquiera que haya crecido en un ambiente rural sabe que, si le quitas el barniz lisérgico a la historia que nos presenta Gascón, cada peripecia de los personajes de la novela ha ocurrido alguna vez en cualquier pueblo español. Podría incluso, tal y como está el mundo de enajenado, llegar a estar basado en hechos reales, a tenor de la notica que se hizo viral sobre la mujer que fue a hacer turismo rural y puso una reclamación porque las vacas hacían ruido por la mañana.
Por lo menos hay pocos moros, dice Mohamed.
Recuerda el tono, la forma y el fondo, a grandes del cine y la literatura en España. Vemos en el protagonista reflejos del marciano de ‘Sin noticias de Gurb’, tratando de adaptarse a la vida campestre como aquel alienígena sin nombre intentaba comprender la Barcelona que ya preparaba los Juegos Olímpicos. Solo que nuestro hípster, encima, pretende imponer su candidez mentecata al resto del pueblo. Podemos vislumbrar también trazos de Berlanga y de Azcona, de aquellos momentos que guardan sus películas en los que la realidad de un comentario o un gesto elevaba a lo descabellado algo cotidiano, llegando a cotas que nos lleva al más allá del absurdo: el ‘Amanece que no es poco’ de Cuerda.
Como todo éxito, es un malentendido.
Tiene un poso la novela de melancolía de la ciudad que quedó atrás con la juventud, pero está tan centrada en el presente que duele ver cómo nuestro hipster en realidad tiene nostalgia de los días en que tenía tiempo para tener nostalgia. Incluso tiene su némesis: un devoto de VOX que resulta tierno y abrazable, a la par que miserable y descarado (hay que leer la novela para entender la contradicción). El final de la misma, ocurrente y divertido, cumple un sueño que muchos hemos tenido y no podemos revelar para no chafar la historia. Eso sí, podemos avanzar que recuerda particularmente a la última parte de ‘El enredo de la bolsa y la vida’ de Eduardo Mendoza. Siempre Mendoza. Palabras mayores.