Ajedrez y literatura (I): Borges y el infinito
De entre todos los deportes o juegos, nos es igual ahora cómo lo consideremos, posiblemente ninguno haya tenido tanta presencia en la historia de la literatura como el ajedrez, que recorre de manera constante los textos occidentales desde que fuera importado a Europa por los árabes en la Edad Media y cuyo nacimiento, de hecho, aparece asociado a una leyenda o, si se quiere ser más modestamente, a un modesto apólogo oriental de sabor folklórico. La historia dice así.
El rey Sheram, soberano de cierta zona de la India, sufría tras la muerte de su hijo en el campo de batalla lo que hoy llamaríamos una depresión y por más que sus súbditos y cortesanos intentasen distraerle con espectáculos y pasatiempos, resultaba imposible alegrarle. Cuando ya se había perdido toda esperanza, un sabio desconocido, de nombre Sissa, se presentó un día en el palacio y solicitó audiencia con el monarca para presentarle un juego que, según decía, conseguiría interesarle y divertirle. El rey aceptó, quién sabe si con desinterés e indiferencia o con cierta esperanza, y, después de aprender las reglas, comenzó a jugar con creciente entusiasmo. A los pocos días, el invento de Sissa le había devuelto definitivamente la alegría y el interés por la vida.
El rey Sheram, agradecido por el regalo y con esa clase de magnanimidad algo prepotente de los poderosos, quiso recompensar a Sissa y le invitó a pedirle lo que quisiera; cualquier recompensa que deseara sería suya. Sissa pidió tiempo para pensar y regresó al día siguiente con una petición extravagante: lo que el sabio deseaba era un grano de trigo por la primera casilla del tablero, dos por la segunda, cuatro por la tercera… y así una cantidad por cada uno de los sesenta y cuatro escaques que doblase la correspondiente al anterior. El rey no solo se sorprendió, sino que se sintió ofendido por la mezquindad de la petición de Sissa y le despachó arrogantemente asegurando que sería satisfecho y reconviniéndole por hacer una petición indigna de su generosidad. En alguna versión incluso, el rey ordena entregarle un saco de trigo entero pensando que sobrepasaría con creces el número de granos que había pedido el sabio. Evidentemente, era imposible satisfacer la petición, que consiste matemáticamente en una serie geométrica que resulta de sumar dos elevado a cero, dos elevado a uno, dos elevado a tres… y así hasta dos elevado a sesenta y tres; en total, 18.446.774.073.709.551.615 granos de trigo, el equivalente según algún cálculo a más de mil años de toda la producción mundial de trigo de nuestros días y, de hecho, mayor, según dicen los físicos, que el número de átomos del universo.
Hay dos versiones distintas del final de la leyenda. En una, el rey comprende el error de su arrogancia y repliega velas ofreciendo a Sissa humildemente un puesto de consejero en su corte. En otra, quizás más verosímil, monta en cólera sintiéndose humillado (algo en lo que tememos que tuviese razón) y ordena asesinar al sabio.
En cualquier caso, se desprenden de la pequeña historia un buen número de enseñanzas que no es siquiera necesario hacer explícitas con una moraleja: la soberbia de los poderosos, el atrevimiento de la ignorancia, el modo como la actividad intelectual nos iguala independientemente de nuestra posición social, incluso el poder terapéutico del juego o del deporte. Pero la consecuencia que más nos interesa ahora es más bien de orden matemático: al parecer, el número de partidas de ajedrez posibles supera por un amplio margen el número de granos de trigo que había pedido Sissa, con lo cual hay potencialmente más partidas de ajedrez distintas que átomos existentes en el universo. No es de extrañar, por tanto, que aparezca a veces en la literatura el ajedrez como imagen del infinito o que provoque una fascinación similar a la de quien mira el cielo estrellado. Así, por ejemplo, Justine, la protagonista de la primera novela del Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell, viendo jugar a una pareja de ancianos, “no entiende nada del juego, pero el aura de calma y concentración del lugar la fascina”; algo parecen tener los dos ajedrecistas de astrólogos, como si estudiaran sobre el tablero el movimiento de las estrellas o de las constelaciones.
Esta misma analogía que ve en el limitado tablero de ajedrez un símbolo del universo (vale decir, de la eternidad, de lo infinito) es la que inspira los que deben ser los dos poemas más famosos sobre el juego de los escaques en lengua española, los dos sonetos que Borges publicó en El hacedor. Se trata de uno de sus habituales juegos filosóficos, en este caso con una mise en abîme de clara inspiración barroca, que plantea la siempre inquietante posibilidad de que, igual que ejércitos evolucionan sobre el tablero sin saber “que la mano señalada / Del jugador gobierna su destino”, nosotros mismos seamos sin sospecharlo piezas de un juego con el que algún dios entretenga sus ratos. “También el jugador es prisionero”, dice Borges citando una bella metáfora de Omar Jayam, “de otro tablero / De negras noches y de blancos días”; y, como dice la sentencia completa del poeta y matemático persa, está sujeto al mismo final seguro que las piezas: “el destino […] acá y acullá mueve, da jaque y mata, y uno por uno vuelve a ponerlos en la caja”. Quizás no debamos, por tanto, estar demasiado seguros de nuestro libre albedrío. Como dice en otro lugar Borges hablando de Hamlet y don Quijote, el hecho de que ellos, como personajes de ficción (como piezas de ajedrez, en el equivalente simbólico) sean espectadores de una ficción, sugiere que nosotros, seres de carne y hueso o jugadores de ajedrez, podríamos ser en realidad seres de ficción que tuviésemos con nuestro creador la misma relación que el Quijote de Avellaneda con Alonso Quijano, y así hasta el infinito: “¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza / De polvo y tiempo y sueño y agonías?”
Con lo que volvemos al ajedrez como imagen simbólica del infinito, tema de este artículo y fondo de los dos sonetos de Borges, al tablero como speculum mundi o como imagen del universo en el que, como en los movimientos astrales, es posible ver irradiados “mágicos rigores” o “rigores adamantinos”, al ajedrez como símbolo (pesimista) de la esencia eterna del mundo: “En el Oriente se encendió esta guerra / Cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra. / Como el otro, este juego es infinito”. Y por eso mismo, por el contraste entre la infinitud del ajedrez y del universo y la punzante finitud del ser humano, puede pensarse que quien mueve las piezas, quien observa las estrellas, no es sino una pieza más dentro del tablero, un vehículo más para la expresión de lo eterno, pero tan prescindible como un caballo, una dama, o un peón. Quizás sea esa la última enseñanza de la historia de Sissa, que parece así un inesperado portavoz de la filosofía platónica que nos recordara que el ajedrez, como las matemáticas, es anterior y más grande que las partidas y los jugadores y, en cierto sentido, independiente de ellos: “Cuando los jugadores se hayan ido, / Cuando el tiempo los haya consumido, / Ciertamente no habrá cesado el rito”.
“Ajedrez”, de Jorge Luis Borges
I
En su grave rincón, los jugadores
rigen las lentas piezas. El tablero
los demora hasta el alba en su severo
ámbito en que se odian dos colores.
Adentro irradian mágicos rigores
las formas: torre homérica, ligero
caballo, armada reina, rey postrero,
oblicuo alfil y peones agresores.
Cuando los jugadores se hayan ido,
cuando el tiempo los haya consumido,
ciertamente no habrá cesado el rito.
En el Oriente se encendió esta guerra
cuyo anfiteatro es hoy toda la Tierra.
Como el otro, este juego es infinito.
II
Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada
reina, torre directa y peón ladino
sobre lo negro y blanco del camino
buscan y libran su batalla armada.
No saben que la mano señalada
del jugador gobierna su destino,
no saben que un rigor adamantino
sujeta su albedrío y su jornada.
También el jugador es prisionero
(la sentencia es de Omar) de otro tablero
de negras noches y de blancos días.
Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonía? займы без отказа