Devoción de las olas, de Mónica Manrique de Lara
Por Miguel Ángel Real.
Devoción de las olas (Isla Negra Editores / Crátera Ediciones, 2020) es el primer poemario de la escritora granadina Mónica Manrique de Lara que nos presenta, con gran homogeneidad, una diversidad de emociones ligadas a la naturaleza y al entorno. Su escritura llena de musicalidad revela la importancia de nuestros sentidos. En efecto, la poeta se muestra en todo momento alerta y posee una mirada curiosa y sensible con la que consigue identificarse de manera profunda con lo que la rodea.
Su visión no es en ningún momento ingenua, puesto que los elementos naturales no son en general sinónimo de armonía, sino de un conflicto en el que la presencia del ser amado es esencial: “mi sombra es una senda revelada / de mi cuerpo por el sol, / mi sombra es el Deseo / porque el otro también es Oscuro / y también es sendero”. En esa lucha hay una necesidad imperiosa de nombrar el mundo, como observamos en el poema “Desvelo de mi boca”, en el que “hormigas de hambre y palabra” llegan a los labios e intentan trascender la realidad.
Mónica Manrique de Lara sabe apoyarse en la fragilidad (la bruma, el viento, el humo) para crear una emoción que sin embargo quiere ser duradera: se trata de luchar contra lo absurdo de una existencia en la que si ignoramos la belleza -y el dolor- del mundo, nos privamos de una energía vital indispensable. Del mismo modo, los poemas consiguen inscribir lo pasajero de los elementos naturales y su perpetua metamorfosis en una dimensión temporal que los hace perdurables, solidificándolos: “el sonido del lamento es una roca”. Todo ello surge de una visión pura, llena de una ingenuidad que es inmanente al ser humano y que queda así reivindicada como una cualidad: “los hombres llevan mi vejez en sus alforjas, / yo solo quepo en los brazos de un niño”.
El objetivo de la autora es entretejer los cuatro elementos: tierra, aire, agua y fuego, con los cinco sentidos para a partir de esa multiplicidad ser uno con el mundo, como contemplamos en “Pequeña sonata del sueño”. La fuerza para conseguirlo surge de una dialéctica entre la eternidad y el miedo a la muerte, con la conciencia de que de nuestras flaquezas y de nuestras dudas pueden surgir las ganas de aferrarse a la vida: “leo en el fuego la destrucción de los sentidos / como una eterna y callada cosecha”. Esa torpeza que tenemos todos, al intentar buscar un sentido, queda reflejada en un verso magnífico de “Travesía del anhelo”: “mis manos tuertas son la reja y la ventana”.
En la observación del mundo no cabe la pasividad. Tal y como sugerían poetas como Paul Valéry o Jorge Guillén, el ser se sublima en la luz, presente en muchos de los poemas que componen Devoción de las olas. Una luz que surge incluso de manera inesperada, llenándolo todo con su presencia, contagiándolo todo para ahondar la búsqueda del equilibrio: “el lodo frente al agua / desenreda hasta el fondo la luz /[…] pero es el agua quien sabe alumbrarnos”.
Nada es cierto ni definitivo, pero hay, a veces, una inmanencia de los seres en la materia: “la sombra de la paloma sobre el blanco / es ella frente al muro”. Este sentimiento se halla también invertido, y a través de la materia, los seres consiguen esa identificación con el entorno a la que aludíamos más arriba: “ola blanca que siempre tornabas / hasta hacer de mi barca la brisa”. Se crea así, o más bien se sugiere con lo sutil de los versos, una simbiosis que otorga al libro su unidad temática y filosófica.
El amor, evocado con mayor intensidad en la parte final del poemario, solo puede tener sentido y alcanzar su plenitud si es un eco de los elementos, como se aprecia en “Despedida del mar”. Al contrario, el caos, el desorden en la naturaleza provoca una confusión (véase “Nocturno de silencio”) que corresponde, precisamente, a la ausencia del otro: “llueven insectos / en mi cuerpo y vas cayendo sobre el lago que no está, / cuando regreses será el firmamento, / largo laúd de presente continuo”.
El estilo, por su parte, es un compendio de lo que hemos explicado: para expresar la armonía, la musicalidad y la inestabilidad, los versos surgen en ocasiones de manera inesperada después de las comas, rompiendo en cierto modo la sintaxis y aportando un toque de originalidad y de inquietud. Se provoca así una sensación sorprendente, casi vanguardista, en el lector, logrando despojar a los poemas de los tópicos en los que se podría haber caído para hablar de un tema tratado en numerosas ocasiones. De este modo, Mónica Manrique de Lara consigue aportar una escritura poética abierta y novedosa en la que subyace un sentido prosódico notable para evocar, tal y como sugiere Francisco Vaquero Sánchez en la contraportada del libro, “el temblor que se siente en los límites del claroscuro”.