Polémica sobre las lecturas obligatorias
GASPAR JOVER POLO.
Muchos profesores de instituto son partidarios de las lecturas obligatorias en la enseñanza media, de obligar a sus alumnos a leer dos, tres, cuatro libros cada curso. Algunos de estos profesionales piensan que es imprescindible leer a los clásicos y a los autores reconocidos como grandes maestros de la literatura; pero están también los que defienden la lectura obligatoria de novelas juveniles y de aventuras, de libros que, generalmente, no suelen estar mal escritos −en el sentido de que no comenten faltas de ortografía o de sintaxis−, pero que tampoco arriesgan ni en cuanto al contenido ni en cuanto a la forma. Se trata de obligar a leer novelas que, de manera más o menos precisa, se limitan a desarrollar un argumento, un argumento en el que casi siempre pasen muchas cosas, en el que se desencadene una sucesión trepidante de acciones, de anécdotas y en el que aparezca siempre algún importante misterio que al final se resuelve del todo. Son novelas que suelen carecer de un tema inquietante, que no son dadas a hacer pensar, y que, si son históricas, presentan una reproducción de la época que apenas se aparta de las nociones que puede proporcionar el libro de primero de bachillerato: si se ubican en la Edad Media, casi siempre aparecen un juglar o un trovador, un monje que sabe leer y una bruja buena mal vista por la jerarquía eclesiástica y por la mayoría de la comunidad. Ni un solo alarde en el apartado de la forma o de la estructura, ni un solo momento de ruptura con el canon que, en teoría, asegura el éxito de público; ninguna rebeldía como escritor y artista que pueda complicar el tránsito del joven alumno por la novela. Muchas veces ni siquiera despierta demasiado interés el núcleo del texto, lo que se entiende por la aventura: el lector no se preocupa demasiado porque ya sabe que los protagonistas resolverán al final el misterio y superarán con éxito todos los obstáculos. Es como si se tratara, sobre todo, de llenar páginas, como si, con ese propósito, a los narradores les sirviera prácticamente cualquier material.
Estos profesores piensan y, a lo mejor tienen razón, que lo importante es que el alumno adquiera el hábito y desarrolle el gusto por la lectura, que se ponga a leer casi cualquier cosa, porque, con el tiempo y la madurez, dará el gran salto hacia los libros un poco más exigentes. Es lógico pensar que, como el joven alumno ya lee por costumbre, solo es cuestión de tiempo que se tropiece con Cervantes o con Luis Martín-Santos o con Pablo Neruda. Pero también es cierto que algunos aficionados permanecen años y años consumiendo este tipo de literatura ligera, estos libros que no van más allá de los tópicos y de los lugares comunes. También conocemos casos de lectores que no han evolucionado hacia la literatura de autor, y que, como ya tienen una edad, es probable que no modifiquen sus hábitos en el futuro.
Y por último están los profesores de enseñanza media que proponen que, de ningún modo, se obligue a leer porque corremos el peligro de obtener la reacción contraria a la que, con la mejor de las intenciones, perseguimos, porque podemos hacer odiar la literatura a muchos potenciales lectores, a un amplio sector de la población juvenil. Algunos profesores están muy preocupados porque piensan que la obligatoriedad puede amputar de forma traumática la capacidad para sacar placer de la lectura. Estos últimos sostienen la opinión de que los libros solo se deben recomendar; solo subrayar, desde la tarima del profesor, el bien que pueden hacer los buenos libros y el gusto que nos pueden proporcionar.