Novela ‘El Hombre Analógico’: Capítulo I, parte IV: ‘El usuario de metro ante una infausta disyuntiva. Terturiel y Tertulietor’
DANIEL FUENTES.
Cuando por fin llegaba al metro, todos los días se paraba en los tornos como ante una infausta disyuntiva. Si no había taquillera, su ángel malo, Tertulietor, se instalaba muellemente sobre el hombro izquierdo de Tertuliano, como su golem reducido a una escala de medio palmo, igual de bueno a bueno que su modelo en grande, bigote karlista incluido, sólo que en rojo y convenientemente caracterizado con el atrezo de la iconografía satánica de ficción: colorado como el mismo demonio que era, con un rabo rematado en punta de flecha, piernas de macho cabrío y tocado con dos cuernos. Lo tuteaba con tientos de tridente, como intentando trincharle los ijares para ver el grado de cocimiento de sus asaduras, o le tironeaba de las guías del mostachón.
– ¡Salta los tornos, Tertu, vamos, que no hay taquillera ni cámaras, que estos cabrones del gobierno se van a cargar todo lo público; salta en solidaridad con la compañera taquillera: si quieren que la gente pague, que pongan taquilleros, salta si tienes huevos, anda, tío mierda!
A su diestra, su Ángel Bueno, Terturiel, trasunto idéntico del original, pero con muslos rollizos de querubín y bigotes dorados enredándose en tirabuzones hasta el nimbo, meneaba usteando las alitas en demanda explícita de probidad y rectitud ciudadanas, tañendo una lira
-Sr. Sánchez, no sea loco, piense en las consecuencias: qué les dirían a sus hijos en el colegio, imagínese el vecindario si se entera de que el presidente de su comunidad es un facineroso metropolitano…Piense, se lo ruego, en la multa y el oprobio…
Siempre que comparecían Tertulietor y Terturiel, Tertuliano, hombre de consenso, optaba por una solución de compromiso que le pareciera salomónica. Como no había taquillera, no podía pedir el libro de reclamaciones, como hubiera sido preceptivo. De modo que terció el cabás, apartó la tartera con la comida de Jovita —ese día tortilla de patata y crema de puerros—, y sacó una carpeta con todo tipo de formularios en papel timbrado que había ido acumulando para poder hacer la pertinente reclamación en cada caso, como una baraja de naipes que le dieran por derecho la carta de ciudadanía a un tahúr del Mississippi.»Esto es el paroxismo de la polis», pensó, imbécilmente. Siempre redactaba las quejas en su más florida caligrafía y en su más transida prosa, y, merced a su frecuente trato con la administración, ya le salía automáticamente una parla extravagante, en un tono entre burocrático y quejumbroso, mitad indignado, mitad zumbón, que él además tamizaba para cargarse de razón todavía más, y para que quien leyera su reclamación se diera cuenta de que el usuario era hombre cabal y conocía sus derechos: