Succession: Rich Motherfuckers
Por Carlos Ortega Pardo.
La triunfadora en los últimos Emmy —ex aequo con Watchmen (ídem, 2019) y Schitt´s Creek (ídem, 2015-Actualidad)— es un culebrón conspicuo y sin coartadas. Ahora bien, se trata de un culebrón de altísimo voltaje. Ello merced a unos guionistas en glorioso estado de gracia, capaces de crear un ramillete de personajes antológicos y agraciarlos, encima, con unos diálogos a los que el calificativo de vitriólicos les viene pequeño. Porque se muerden la lengua y se envenenan. Esta mezcla de Mad Men (ídem, 2007-2015) y Falcon Crest (ídem, 1981-1989) hace un retrato salvaje —casi un lienzo expresionista de gran formato— del individualismo neocon que, irradiando desde los Estados Unidos, durante los últimos veinte años viene infectando las sociedades occidentales, civilizadísimas y encantadas de conocerse, con las nefastas consecuencias que sucesivas crisis, caso de la financiera de 2008 primero, y la de la Covid-19 después, han sacado a la luz con obscena facundia.
Otro mérito de sus responsables radica en el talento que acreditan para hacernos empatizar con semejante cáfila de indeseables, hasta el punto de desear que se salgan con la suya, que sus sórdidos tejemanejes, a todas luces inmorales —cuando no, simple y llanamente, ilegales— lleguen a buen puerto. A lo cual contribuye sobremanera un reparto entregado en cuerpo y alma a sus respectivos, odiosos roles, empezando por el veteranísimo Brian Cox, un todoterreno que no rechaza un guion y al que, pese a lo cual, no se le recuerda un mal papel en una carrera que va ya por su quinta década. Aquí dirige familia y empresa con mano de hierro y deleita nuestros oídos con la exuberancia morfosintáctica que para el denuesto adorna al melodioso inglés de las islas. Aunque todos y cada uno de los intérpretes de su nefanda progenie brillan con luz propia —Jeremy Strong acaba de recibir el Emmy al mejor actor—, mención especial merece un sorprendente Kieran Culkin, que compone un tipejo inenarrable, el antihéroe definitivo, capaz de repugnarnos hasta límites pocas veces vistos.
Preside las imágenes de Succession un estudiado descuido —con perdón del oxímoron— en el manejo de la cámara, sobre todo en algunos zooms, abruptos, como poco, que cabe entender en analogía con la espontaneidad del informativo o del reality, influencias cada vez más palpables en el audiovisual moderno y que vienen apreciándose desde The Office (ídem, 2005-2013) o Modern Family (ídem, 2009-2020). La novedad estriba en que aquéllas eran comedias —terreno abonado, por ende, para ligerezas y coqueteos— y la serie que nos ocupa un drama, melodrama si se quiere, y con muy mala baba; susceptible, a priori, de un marco algo más clásico. Y hablando de marcos, el Financial District de Nueva York constituye el entorno perfecto, babilónico y sofocante, para los chanchullos de la legión de trileros que recorre Succession. De hecho, cuando por exigencias del guion —una boda en un suntuoso castillo inglés o un viaje a las raíces escocesas de la sórdida dinastía—, deben abandonarlo, se los ve algo desubicados, como pez fuera del agua, boqueando a la búsqueda desesperada de una bocanada de azufre. Me extrañaría que respirasen otra cosa.