Cómo conocí a vuestra madre: Sublimación neocon
Por Carlos Ortega Pardo.
En su día vi Cómo conocí a vuestra madre con agrado. Me parecía una serie refrescante y ciertamente divertida; si bien, desde muy pronto pensé que debería haberse titulado Barney hace cosas, habida cuenta del creciente protagonismo cobrado por Neil Patrick Harris. Incluso llegué a creerla superior a Friends (ídem, 1994-2004), de cuyo cetro indiscutido se quería heredera, o así se la promocionó originalmente, al menos.
Un lustro después, y con motivo del mayor número de horas en casa a que viene obligando la malhadada pandemia, he tenido la oportunidad de revisitar ambas series. El tiempo, que lo pone todo en su sitio, me ha hecho desdecirme de cada una de mis convicciones de entonces —y no sólo en cuanto a Cómo conocí a vuestra madre, pero ese es otro cantar—, salvo la relativa a la conveniencia de haberle dado otro título. Porque no sólo está a años luz de Friends, sino que, sin paños calientes, se trata de un producto argumentalmente rutinario, cuando no directamente tautológico —la novena y última temporada resulta palmaria, e insufrible, a ese respecto—, estéticamente irrelevante y moralmente deleznable.
Comoquiera que los dos primeros constituyen rasgos compartidos por la mayoría de las sitcoms, tampoco merecen especial atención. Sin embargo, y más allá de la feísima manía que tienen los personajes de meterse unos en las vidas de los otros —quien le vea la gracia a las cíclicas intervenciones alberga un fascista en su seno—, sí se antoja dolosa la machacona apología de unos valores tremendamente conservadores. A su lado, Friends diríase escrita por un bolchevique con la bayoneta entre los dientes, y no se caracterizaba por su progresismo, precisamente.
Los responsables de Como conocí a vuestra madre no conciben la felicidad fuera de los estrechísimos límites de la familia nuclear, ni el éxito y la realización personal sino derivadas de una nómina elevada, cuanto más, mejor. Cualquier alternativa —soltería, divorcio, voluntariado, ecologismo, la negativa a tener descendencia o incluso la mera, biológica imposibilidad de ello— es escarnecida sin piedad, encono que llega a rayar en un ensañamiento difícilmente comprensible si no es bajo los antedichos parámetros, ultramontanos y, en el fondo, legitimadores del Nuevo Orden Mundial post 11S. La parejita feliz, después matrimonio perfectamente avenido y —no podía ser de otra manera— bendecido con un puñado de rozagantes criaturas, que componen los Marshall y Lily interpretados por Jason Segel y Allyson Hannigan supone un ejemplo por demás elocuente. Modelos de comportamiento para sus descarriados amigos, tiene ella una de las escasas profesiones tradicionalmente aceptables para la mujer, maestra de educación infantil, lo mismo que su hobby, la pintura. Naturalmente, sus tímidos intentos por convertirla en algo más que un pasatiempo —bien como pintora, bien como marchante— se verán frustrados por las circunstancias, los guionistas y, en especial, sus supuestos mejores amigos y su amantísimo esposo.
Marshall Eriksen, en cambio, recibirá todos los apoyos —de los guionistas, de sus amigos y de su abnegada esposa, que llegará a mantenerlo hasta que, ya entrado en años, consiga sacarse la carrera de Derecho, ni que estuviera en la Tuna— para trabajar como abogado en una gran empresa —dedicada, por cierto, a negocios turbios, como poco— y dar luego el salto a la judicatura primero, y al Tribunal Supremo después. Atado y bien atado, ¿no creen?
Asimismo, asistimos de vez en cuando a los abusos, verbales y físicos, perpetrados por los jefes sobre sus subordinados con absoluta impunidad. El propio Barney Stinson se erige en medio y en mensaje: ataviado con un traje caro puedes hacer lo que te venga en gana —engañar, acosar, robar, y hasta violar—. En fin, una complacencia con el poderoso que si a algo mueve no es a la carcajada, sino al vómito.
Sin contarme entre las ventajistas filas de los defensores de una diversidad de campaña de Benetton, opino que, pese a tratarse de una serie bastante reciente, el retrato que realiza de la variopinta sociedad estadounidense es de una monocromía asombrosa. Como apremiados por el zeitgeist, sus showrunners se pliegan a introducir —con calzador y escaso entusiasmo— a un personaje afroamericano. Aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, lo hacen homosexual, supongo que por aquello de matar dos pájaros de un tiro. Se me objetará que salen también un hindú —chófer y agraciado con la retórica de un oligofrénico— y una secretaria de trazas hispanas, objeto de las citadas vejaciones por parte de su superior, Robin Scherbatsky, miembro eminente de la estupendísima y encantada de conocerse pandilla protagonista.
El episodio final nos obsequia con una gran apoteosis cuñada donde Barney les dice a dos mujeres hechas y derechas cómo vestirse antes de mandarlas a dormir y Robin es rescatada de un infierno de soledad sin hijos y sublimación canina por el caballero blanco más menso de la historia del audiovisual. Una cosa sí cabe reconocerle a Cómo conocí a vuestra madre: su coherencia, del primer al último día.